sábado, 28 de octubre de 2017

Quiebros II

Blanca Martí-Arroyo, anticuaria


Con el pedigrí que poseía, no podía ser otra cosa que anticuaria. Imposible dedicarse a la medicina, la docencia o la investigación. Blanca Martí-Arroyo iba por la vida con sus joyas de familia, algunas transformadas por ella para darles un toque más chic, y con vestidos de marca, elaborados también en exclusiva.
Estudios específicos tenía pocos, pero a roce cultural y social no le ganaba nadie. Se podía permitir la asistencia a foros, simposios y reuniones en cualquier lugar del mundo y con su natural sociable, ingeniosa y brillante, no le hizo nunca falta titulación ni carrera universitaria, además del largo y ancho currículum que portaba como hija, nieta, sobrina, biznieta y tataranieta de personajes ilustres y herederos de propiedades de toda clase, desde tiempo inmemorial.

Con ese bagaje incrustado en la sangre, Blanca Martí-Arroyo supo desde pequeña de distintas clases de muebles, fabricación y procedencia de libros, alfombras y tapices; de espejos, colgaduras, marcos de cuadros, instrumentos musicales y por supuesto, todo tipo de prendas.
Distinguía las maderas nobles y ya olvidadas, al primer golpe de vista: el palisandro de delicadas mesitas, la caoba bordeada de cobre, el ébano pulido bajo los fruteros dieciochescos. De un plumazo apartaba las falsas antigüedades, dejando al descubierto un baúl traído de México, un misal del s. XVI, una baldosa visigoda o un sestercio romano. Reconocía a la perfección una silla Luis XV de otra Luis XVI, un bargueño español de otro centroeuropeo, una silla isabelina de aquella napoleónica, por no hablar de muñecas, trenecitos, relojes y lámparas noveau.

Era su vida un ir y venir entre mobiliarios bien conservados, muchos falsos, otros tantos a punto de quebrarse y algunos también procedentes de robos en casas acaudaladas. Su fino olfato no le engañaba a la hora de decidir la autenticidad y el valor de cualquier objeto que le presentaran.
A punto de cumplir los cincuenta, sin hijos, divorciada dos veces, figuraba en todos y cada uno de los actos más relevantes de su profesión, bien que se organizaran cerca, bien en el otro extremo del planeta.

Pero algo le faltaba que no le concedía la madera, ni las viejas telas ni los espejos enmohecidos: una ternura sólo humana, un calorcillo de piel y sangre. Así que un día cualquiera, en un momento cualquiera, se fijó en uno de los  hombres que descargaban en su elitista tienda, a la que por otra parte, iba poco, confiada en la labor de sus empleados de hacía años.
Lo vio fornido, estilo armario colonial; fragante como la tea de los artesonados canarios; algo dulce también le pareció, así como el haya recién cortada; de barba espesa, tipo tapiz flamenco; uñas inmaculadas; dientes blancos, de fina marquetería; ojos relucientes de azogue pulido; y un saber estar impropio de esa clase social que no conoce de antigüedades ni muebles de época, según el criterio que Blanca Martí-Arroyo había esgrimido durante años.
No hubo más. Cayeron primero en un banco barroco bastante incómodo, pasaron luego a una chaise longue recién restaurada, para luego enroscarse sobre una alfombra persa, que al ser excesivamente delicada, los indujo a subir a la cama (con dosel) de más raigambre que había en toda la tienda.

Blanca Martí- Arroyo ha olvidado las antigüedades: rodeada de muebles baratos, algunos rústicos de sus suegros, otros de segunda mano, almuerza en una mesa de formica y se maquilla bajo un foco que alumbra el pequeño baño. Se sienta a leer en el sofá cama que su novio consiguió en las rebajas de conforama y a la noche, duerme a pierna suelta en un coqueto dormitorio de ikea.







Texto y fotos, Virgi