Las campanas
tocando a misa, a entierro, al ángelus. La calle sin coches donde jugaba la
mayor parte del tiempo con mi hermano y sus amigos, porque niñas casi no había
en los alrededores. El barranco que me aterrorizaba cruzar (siempre esperando
que saliera uno de de esos personajes oscuros y canallas con los que nos asustaban
en la infancia), hendía la huerta a la mitad: a un lado, las peras, las uvas,
la higuera, las ciruelas rojas; al otro, el moral, los naranjeros, el zapotero,
las naranjas agrias, las ciruelas como soles, los nispereros que me servían de
atalaya.
La torre de la iglesia, con sus huecos abiertos por donde cruzaban las
palomas. La iglesia, la rica iglesia de Santa Catalina que da nombre al barrio
de mi infancia y juventud, con las piedras chasneras bien barridas, sus
retablos magníficos, las imágenes de un santoral del que me sabía sus andanzas
y milagros; el coro y los sitiales incómodos, las antiguas pilas de agua
bendita, las cortinas negras en Semana Santa (“no se puede cantar que Cristo
está muerto”), los bancos duros y el reclinatorio que hacían la misa más larga
de lo que en realidad era (“mamá, ¿cuándo se acaba?”), la plata de allende los
mares, la imagen que lloró, la santa con la rueda de su castigo.
La plaza divinamente
empedrada y con una inclinación perfecta, donde las ovejas –lánguidas como son
ellas- mordisqueaban las pequeñas hierbecillas, el arco de La Cimbre, las
tardes por esos andurriales del barrio; en una venta, el chicle bazooka, en la
otra, chochos, y las botellas de sifón en la que estaba cerca del cementerio
-¡ah, cuántos secretos en el camposanto que transitaba casi como si fuera una
calle más!-, todo tan fácil, todo tan familiar, todo tan sano.
La casa
grande, los patios, las uvas repisadas, las gallinas y sus aspavientos
psicóticos, los tímidos conejillos, el cochino que se dejaba acariciar, la vaca
insaciable, los camiones de caña de azúcar que pasaban de vez en cuando y allí
había un chiquillo dispuesto a subirse y tirar unas cuantas que recogíamos con
la ilusión de lo dulcemente prohibido.
Los juegos
hasta la hora convenida (“a la Oración los quiero aquí!”...¡cualquiera se
escarpeaba ni un minuto, tocando la primera campanada de la tarde noche, allí
estábamos!), daba igual donde hubiéramos ido, lejos, cerca, solos, a casa de
los vecinos, en bicicleta o en patineta, lo importante era llegar en el momento
justo.
Una infancia
feliz en un rincón del hermoso Tacoronte, un rincón que, según las crónicas,
fue el origen del pueblo, allá a principios del s. XVI, fundado por el
portugués Sebastián Machado.
Son mis
recuerdos un escenario variopinto de gentes, lugares (como los veranos
inigualables en El Pris, en la casa que levantó mi abuelo y que luego mejoró mi
padre, sin luz, con agua escasa: “échense este cubo de agua por encima pa’ que
se quiten la sal”, decían mis hermanas), vivencias, emociones. Un abanico que,
al agitarlo, evoca una época largamente pasada, pero rica en aprendizajes y
experiencias. Al escribir estas líneas, casi puedo tocar las piedras de la
plaza, las maderas de tea de las puertas de la iglesia, calientes al sol
vespertino, las tuneras del barranco, los boliches de barro; oler la flor del
azahar, el incienso de las procesiones, el estiércol de las gallinas, los mujos
en la marea baja, los hinojos rebosando en la cesta pedrera.
Fui muy
afortunada, lo sé, y he de agradecerlo siempre.
Texto y fotos, Virgi
15 mayo 2017