lunes, 23 de abril de 2018

CUBA



Nunca se me ocurrió ir a Cuba en la época en que muchas de mis amistades la visitaron, algunas más de una vez. Ni tampoco como un homenaje a mi hermana Maya y su veneración por el Ché. Sin embargo, un policía desencantado, fumador empedernido, solitario con un pez por mascota, me ha hecho reconsiderar esa posibilidad.
Después de haber leído varios libros de Leonardo Padura con el Condesito vagando por las calles de La Habana en busca de pistas, no tengo otro objetivo inmediato que intentar seguir sus huellas, convertida en una detective real que busca a un detective de papel, entre los barrios de La Víbora y La Calzada, en los partidos de béisbol o en los entresijos del Barrio Chino.

De papel Mario Conde, sí, pero tan real con sus deseos y frustraciones, su música de rock o de Serrat, la cama sin hacer, el ron Santiago y las mujeres hermosas que le quitan el sueño y la ropa.
No quiero playas, ni palmeras bamboleantes en los cayos, ni selvas o campos de caña, solo quiero caminar por La Habana y pasear en uno de esos carros hermosos y seguramente deteriorados, en tanto busco a un hombre que no sabe si seguir su intuición y meterse en líos, o caminar por la línea recta del  código policiaco. Habré de identificar a su amigo el Flaco, a la gran cocinera Josefina, al jefe presumido que fuma los mejores puros, al compañero Manuel, el que -mucho más de la cuenta- lo interrumpe en sus indagaciones.

Tendré que comer pavo relleno con congrí, quimbombo con carne de puerco o tamal en cazuela. Es posible que hasta me fume un puro en cualquiera de las espléndidas plazas habaneras o al borde del  Malecón. Lo cierto es que las andanzas de este teniente descreído y cansado, me han de llevar a Cuba, donde un grandioso pero modesto Leonardo Padura (“Soy escritor porque no pude ser jugador de pelota”) ya me conquistó en una charla hace unos meses. Tan humano, tan sencillo, tan tierno, que me dieron ganas de abrazarlo, aunque no me atreví, quizás reservándome sin saberlo, para cuando lo encuentre por las calles de La Mantilla y pueda decirle que dudo entre la admiración por él y la adoración por Mario Conde. 
Un problema que he de resolver mientras pasee delante de las mansiones decadentes de La Habana o me siente en cualquier rincón, a esperar que  mis últimos libros preferidos se desplieguen y satisfagan las ilusiones de una lectora empeñada en recorrerlos, con calles y páginas confundidas por mor de una escritura fascinante.


























Texto, Virgi

lunes, 16 de abril de 2018

TAGORO DE BUJAMÉ




En una vistosa degollada entre Teno Alto y Buenavista, se conserva el que seguramente es el único y completo tagoro guanche que resta de los muchos que existieron en Tenerife. Bien que subamos por el Camino del Risco (o del Muerto, nombre debido a lo transitado que fue para llevar a los difuntos al cementerio del pueblo) o que lo bajemos desde la espléndida meseta de Teno, hemos de encontrarlo a medio camino.
Sorprenden sus piedras en círculo, con una redonda al centro, así como en gran parte, otro círculo interior para sentarse. Impresiona si llegamos desde abajo, por un camino en continuo ascenso y muchas veces bastante expuesto, y nos recreamos en la placidez de esta construcción sencilla con varios siglos de antigüedad, casi al borde de un acantilado soberbio, pero resguardado y sereno en un afloramiento de toba roja.


Si por el contrario se contempla en la bajada, después de encontrar distintos paisajes en poco espacio (bosquecillo de monte verde, un trozo volcánico graciosamente esculpido por la erosión, planicies y laderas con decenas de abrigos pastoriles, piedras incrustadas como ojos más abajo de un almagre inesperado), y de desviarse hacia la cueva de los ataúdes, se nos aparece plácido en el pequeño llano, esperando que nos sentemos a percibir el murmullo sutil de las conversaciones guanches, y quizás hasta podamos distinguir un rumor que exhalan algunas hendiduras de las piedras, tal vez del propio mencey de la zona organizando la reunión.
Diferente al que visité hace décadas en El Hierro, este de Teno es más abierto, con piedras gastadas, varias de gran tamaño y un piso terroso con hierbillas, algo hundido en el centro. Sería por ese pequeño desnivel, una vez se encharcó por la lluvia, llegando incluso a rodar  varias piedras de la construcción, aunque por fortuna, alguien las retornó a su lugar.


Como en numerosos vestigios valiosos que aún tenemos, no tiene señales de protección, ni tampoco un sencillo cartel que informe de su indudable trascendencia. Pienso en la Medida del Guanche, los dameros de La Centinela, la Piedra de los Valientes, los grabados de Ifara, los goros de Rasca y otros muchos restos que salpican el territorio isleño.
El tagoro de Bujamé lleva siglos allí y esperemos que así siga, acogiendo a quienes pasan y descansan en sus asientos centenarios, la mayoría ajena a las huellas de un pasado aún por completar.


Texto y fotos, Virgi

viernes, 13 de abril de 2018

VOCES XXX



Vestido medio a la chamberga salió con las claras del día y traspuso entre los gochos y las chapas repletas de verodes, magarzas, tajinastes.
Algo se trae entre manos, pensó la hermana, un fisco de chica, fijona y lisardilla. Si está acabantito de levantarse, ni tiempo ha tenido de tomarse la leche con gofio.
No se atrevió a pegarle un grito, no sea que con lo malajeitado que era, mirando pa’trás fuera a pegarse un costalazo en medio las pencas, que buenos finchos tenían.


Lo columbró algo después entre los escobones y las tederas floridas, caminando ardiloso como si tuviera un negocio secreto o una cita repentina. Imposible, con lo babieca que siempre fue, esmorecido y de semblante rebencudo, no le cuadraba ni lo uno ni lo otro.
-¡Salpica pa’llá!- le había dicho en el quicio de la puerta. Y ella, que era una menuda todavía, solo se atrevió a golifiar detrás del ventanillo, mientras pensaba: “A ver si lo emborcan bien, por fachentoso”.























Texto y fotos, Virgi

jueves, 5 de abril de 2018

Quiebros IV


Berti Roldán, nadador

Siempre fue amante del agua y la natación, pero después de leer El nadador, de John Cheever, se quedó marcado con aquel hombre que cruzaba algún lugar de América de piscina en piscina hasta llegar a su casa. Una huella imborrable se le hundió en la piel sin posibilidad de cambio, sustitución o tachadura.

Entre ocupaciones rutinarias de trabajo y familia, Berti Roldán empezó nadando dos horas diarias en la piscina municipal. Que no le tocaran ese tiempo. Ni niños, ni enfermedades, ni horas extras, ni viajes. Cuando por obras la cerraron un tiempo, cambió el agua dulce por la salada y se iba en coche a una hora de su casa para  meterse en el mar, hiciera frío o calor, con calma chicha o tormenta. Sólo en casos extremos dejó su hobby, en días de mar bravísimo o cuando su mujer dio a luz. Por ese interés que se le agudizaba cada vez más, había ido acomodando su vida a las circunstancias natatorias, tal cual fuera el último representante de nuestros orígenes marinos y tuviera que mantener ese emblema a costa de lo que fuera. Indudablemente, los peces se hubieran sentido orgullosos de él, si en su amplio espacio vital hubiera podido entrar la posibilidad de saber que un humano mantenía con tanta fiereza la consanguinidad que los unía.



Nadaba de espaldas y a crowl, a braza y a mariposa, se dejaba mecer por las olas o se sumergía como un cachalote. Lo importante era sentir el agua rodeándolo, así como la experiencia inigualable de desplazarse en el mar, con el fondo lejano y los pececillos danzando cerca de él. Berti Roldán braceaba con pasión, como un deportista de élite que tuviera que batir un récord, pero también lo hacía por el puro placer de ver su sombra acuosa, indefinida, silueteada apenas de azul navegando paralela a él, unas veces delante, otras detrás. Y por  pequeños placeres casi indefinibles: el de ver como las partículas de agua salían despedidas con su respiración, para volver al agua una y otra vez, incansables, voluntariosas; como entraban los brazos en el agua, queriendo ser fuertes, pero apaciguados por la masa salada; como veía los rayos del sol transmutados en delgados haces que aparecían y desaparecían según el movimiento de la cabeza. Todos esos pequeños detalles, imposibles de explicar a quien no practicara la natación, eran los que asían al agua a Berti Roldán.


No era ya una cuestión de deporte o de mantenerse en forma, era casi una relación mística con el agua, con el sol, con el aire. Se olvidó de que una vez recorría decenas de veces la piscina, no había comparación con atravesar la bahía de lado a lado, sin gente, sin boyas, sin voces, sin otras personas con las que podía tropezar. Nadaba a ratos con brío, otras serenamente, las más con un  ritmo envidiable que parecía no cansarlo nunca. Era tanto su deseo de mar, que soñó pasarse el resto de la existencia al borde del agua, tostado por el sol de todas las estaciones, oxigenado por la brisa de todos los aires, alimentado por todas las nubes. Con este panorama, su matrimonio entró en crisis y el trabajo era un lastre.  Solicitó una excedencia y se largó a una orilla oceánica.

Carcomido de salitre, con la piel escamosa, broncínea, resbaladiza, una mezcla de pescado, lagarto y delfín, Berti Roldán pasó de la oficina en el centro de la ciudad y una casa en zona residencial, a una choza, medio cueva, medio agujero, a la que acudía, exhausto, sólo cuando sus brazos y piernas no le permitían seguir braceando o batiendo. Enfadado consigo mismo, se retiraba por un rato, para volver al agua poco después.

Una tarde de otoño, cuando los parques se cubrían de marrones y sus dos hijos comenzaban la escuela en el lado opuesto al mar, Berti Roldán sintió una punzada en la espalda, un dolor extraño, gratificante también: tímidamente, dos cartílagos con forma de aletas comenzaban a brotar de sus escápulas. Al fin tendría unas nuevas extremidades con las que conquistar aquel piélago infinito que aún se le resistía.

Texto y fotos, Virgi




Juguemos, 
que la vida es hermosa en su cortedad, 
y el dolor,  ancho y profundo.


Juguemos, 
mientras las olas se acercan, 
inexorables.





Texto y foto, Virgi

lunes, 2 de abril de 2018

ABICORE




Como tantos otros topónimos que tenemos en las islas, Abicore nos trae reminiscencias guanches y no cuesta imaginar a algún pastor de la época, con su tamarco y su lanza, guiando las cabras por esta delicia de barranco.

Aunque actualmente ese nombre solo se usa en la parte alta -Degollada o Gollada-, al parecer existen documentos que nombran todo el vallecito con dicho topónimo.
En realidad, el barranco es solo un trozo del antiguo Camino de Abicore, que unía San Andrés con Taganana, muy usado por los habitantes de los dos bandos; unas veces por una cuestión básica de trueque de productos, otras por necesidades perentorias y muchas también, por fiestas, bodas o funerales.


Terminada la carretera que en su comienzo parte cerca del castillo medio derruido, deslumbra un palmeral de lo mejorcito de la isla, exuberante de verde, anaranjado por los frutos, ocre en los troncos de cicatrices zigzagueantes. 
Hemos de cruzar un riachuelo de aguas claras, para comenzar a pisar algunas piedras recias bien cimentadas que, aquí y allá, murmuran de sabiduría sin adornos. El rumor del agua, alguna alpispa al borde haciendo contrapeso con su cola de flecha, las ranitas y su croar que se oculta al ruido de los pasos, una abeja rondando los matorriscos y en lo alto, el cernícalo de turno que otea la caza entre los riscos.



El fluir continuo ha formado cavidades como bañeras apetecibles, cálidas de tosca roja, cascadas por donde se derrama sin cargas, desenvuelto, el arroyuelo gozoso que se desliza entre el sol y la sombra, ignorando nuestro asombro. 
Los sauces umbríos forman túneles con las cañas siempre sedientas y colonizadoras. Las pencas se alongan al camino, rodeadas de inciensos, cerrajas, tabaibas, tederas, granadillos, verodes, cardones de elegantes brazos. Cinco o seis pinos lejanos conversan entre sí, en una de las laderas empinadas de la cumbre.














Arriba, cerca de la carretera, el caserío del El Crezal, rodeado de gochos estrechos y algunos bancales más largos. Pasada la carretera, el Camino de Abicore, desciende hacia Taganana, entre fayal-brezal y laurisilva, enredado el monte entre las nubes que regalan los alisios.
Después de un rato, entra por El Portugal y nos deja, plenos de todos los verdes posibles, en las callejuelas adoquinadas de Taganana, casi al pie del retablo flamenco de la Iglesia de las Nieves.



Texto y fotos, Virgi