miércoles, 31 de julio de 2019

Dubrovnik, piedra y azul




Llegamos a Dubrovnik  muy temprano y las murallas nos recibieron con su color nacarado, mudas las calles, vacía de turistas la Fuente de Onofrio. Se levantaban las sombras sobre el suelo mojado y la paz dominaba el pequeño enclave de Ragusa, su nombre antiguo.
Duró poco aquella impresión primera, pues en lo que dejamos el equipaje en la habitación de un calle poco céntrica, fueron creciendo los sonidos y las voces, y aumentando el colorido de la ciudad. Todo procedía de la calle Stradun, la arteria que cruza de un extremo a otro, desde la Puerta de Pile (parte occidental) a la Puerta de Plôce (parte oriental), partiendo la urbe en dos pedazos bien diferenciados. Un recorrido corto, pero embellecido por la fila de edificios -todos más o menos iguales- que se levantaron después del terremoto que asoló la ciudad en 1667, gracias a un diseño muy funcional que aún conserva: zona baja dedicada al comercio, pisos siguientes como vivienda, y en el último nivel, la cocina, para evitar incendios.


















Pujante desde el Renacimiento, poseía Dubrovnik una flota tan competente como la de los vecinos genoveses o venecianos, y su historia cuenta que, al basar la economía en el comercio marítimo, existía la norma de que cada hombre tenía que plantar cien cipreses a lo largo de su vida, como forma de asegurar la madera necesaria para la construcción de naves. Se comprende entonces que en los tiempos de apogeo, Ragusa tuviera una flota de más de doscientos barcos.





Con razón se ha llamado “La Perla del Adriático”, no tiene un rincón a despreciar, los estrechos callejones de peldaños recios, los palacetes de influencia veneciana, la Catedral de la Asunción, los Monasterios y el Palacio del Rector, la gran Fuente a la entrada y los sólidos baluartes, dan prueba de su magnificencia, un reducto en la orilla del Adriático que deja una impresión indeleble.

































Al recorrer la poderosa fortificación que la rodea, se observa una conservación tan excelente, que pareciera estamos en un plató hecho a propósito; pero no, es un efecto pasajero, solo con bajar y pasar al Museo de Fotos de la Guerra, entramos en la realidad de un lugar que, aparte de las vicisitudes normales de cualquier lugar antiguo a lo largo de la historia, conserva la memoria de la Guerra de Yugolavia de 1991. Las imágenes dan fe de ese tiempo crudo, intenso y doloroso, también como las numerosas marcas de proyectiles que se observan en los edificios, huellas que no se han borrado como recuerdo de la ferocidad de los conflictos inútiles.




Sin embargo, la vida en Dubrovnik sigue, luminosa y azul, burbuja de piedra junto al mar de tantas historias, festoneada de vencejos risueños y tejado rojos.



 Texto y fotos, Virginia


lunes, 29 de julio de 2019

Cercana imperfección



Con su orden extremo, en la casa no se veía una mota de polvo, cristales relucientes, siempre de repuesto un lote de productos higiénicos, libros ordenados por orden alfabético, ropa organizada a la perfección, cada desecho en el cubo adecuado.

El único lunar oscuro que le reconcomía era la ventana del vecino.



Texto y foto, Virginia

sábado, 27 de julio de 2019

Frigiliana, moriscos y cristianos





En Frigiliana el blanco encandila desde lejos y desde cerca. Pero no es una carga para el pueblo mantener inalterable ese color, más bien al contrario, se ha convertido en una orgullosa satisfacción  Lo resplandeciente de las calles y la blancura de los muros, es obra de los propios vecinos, honrados de que el resplandor alcance el mar y compita con su espuma. La pulcritud que exhibe esta villa subiendo por la montaña es tal, que fastidia pisar los adoquines  de sus callejuelas, con adornos serpenteantes de pequeños cantos, sin un trozo de papel o una colilla que enturbie el paso de nuestra mirada a la busca de un desliz.



















Tal blancura se compensa con los colores de puertas y ventanas, azules y verdes de distintas gamas, o con las flores que adornan los rincones, geranios, buganvillas, adelfas. Frigiliana huele a limpio, a pétalos y también a historia. 






Con la historia del pueblo más blanco de Málaga, tan blanco, se confeccionaron unos mosaicos regados por el pueblo donde se narra la rebelión de los moriscos. A mediados del s. XVI, hartos de la excesiva represión religiosa que sobre ellos se ejercía, decidieron levantarse en armas, enfrentándose a un bien avituallado ejército de Felipe II, exactamente en el lugar conocido como el Peñón de Frigiliana, en lo alto del pueblo.





Es este hecho el que explica la existencia de doce mosaicos pegados en las paredes de la villa, donde se cuentan las peripecias de un grupo humano que se asentó allí y en otros pueblos de la zona (La Axarquía), dedicado al aceite, la seda o los higos. Después de la batalla ganada por las tropas castellanas, la familia Manrique de Lara levantó un ingenio de azúcar en la entrada del pueblo, de estilo renacentista -usando gran parte de los sillares del castillo árabe que dominaba la villa-, con esgrafiados en la fachada y otros detalles a descubrir. La construcción destaca por su apariencia solemne, con salones, techumbres y dependencias tal cual eran en la época de la edificación. Está dedicado a la producción de miel de caña, una de las pocas que hay en Europa. La propiedad tiene otro inmueble a unos metros de distancia, de patio enlosado y grandes vigas, la Casa del Apero, desde donde se aprecia una bonita vista del pueblo, ubicándose en su interior el Museo Arqueológico.





Apostados en su azotea, vemos cómo la villa se encarama por el peñón y lo pinta de nieve con olor de azahar, mientras el Mediterráneo le devuelve el reflejo a través de un cielo azul y virginal. Estamos en Frigiliana.


 Texto y fotos, Virginia


viernes, 26 de julio de 2019

Melodía



Traviesas, se esconden las notas entre las piedras.

A medianoche, 
saldrán a cantar con la luna, 
los gatos y los grillos.


Texto y foto, Virginia

lunes, 22 de julio de 2019

Extravío



Hasta que no cayó el sol, 

le fue imposible atinar con la entrada.


Texto y foto, Virginia

viernes, 19 de julio de 2019

Pundonor




Un punto aquí, una lazada después, 
cadena larga, un círculo más allá.


Con dedicación, hermosea grietas, 
manchas, huecos, fallas, 
brechas, 
cicatrices.


Texto y foto, Virginia

lunes, 15 de julio de 2019

Cita


Sonaron las siete. Acicalarse le llevaría tiempo, no era fácil meter a camino la frondosidad de su cabellera. 
No importa, pensó, tampoco él se ha vestido aún.


Texto y foto, Virginia

sábado, 13 de julio de 2019

Vacío







¡Por todas partes ventanas y tragaluces, 
ventanucos, claraboyas,  ventanillos, 
huecos y ventanales, 
y sin embargo, 
 nadie que nos sonría!





























































Texto y fotos, Virginia

martes, 9 de julio de 2019

VOCES XXXVIII







Sal, sol y olas



La mar va vaciando.

No te olvides del mirafondo.
Me voy a pulpiar.
¡Dále pris a ese barco, muchacho!
Tienes que ayudarme a pintar el folio.
Bajo el leito se quedó embelesado.
¿Dónde dices que fue? Allá, pa’l callao… ¿no ves el carburo?
Las clacas estaban bien sabrosas, las conseguimos en la baja con la mar tan echada, que no se le veía un agua blanca.
Lleva unas cholas, que hay muchos erizos.
Estuvimos varando en La Laja.
Se me pegó anoche un peje malo y apurado me vi, dando vueltas y vueltas alrededor de la barca toda la santa noche.
¡Ya se te enredó la liña y perdiste los plomos, estás bueno pa’ una pesca!
Cogí unos burgados y un par de bucios, verás el arroz que me ajeito.
Aquí, remendando las nasas. Y mañana, a darle aceite a la pandorga.
¡Revira esas piedras que debajo hay montón de carnada!
Se le partió un tolete y vino con un remo solo, el pobre, desde la Baja Felipe.
Fue a cangrejiar y chiquito lomazo se mandó en los mujos de El Sargo. 
¡Menuda galerna está presentada!
En el pesquero viejas anda, no sé si habrá cogido algo, medias engodadas las tiene.
¡A las bogaaas, a las bogaaas!
¡Mucho camarón, niña, mucho camarón!
Y ahora no se bañan hasta dentro de tres horas, ni salen pa’ fuera con este solajero.

La mar viene llenando.








 Texto y fotos, Virginia
 El Pris, julio 2019







domingo, 7 de julio de 2019

VOCES XXXVII



Nada más columbrarla, se engarapita presto hasta la pericosa. Allí, abatatado por el esfuerzo, le da un tontín  y cae como un fardo. 

Torrontudo cuando algo se le mete en el magín, no se incomoda, volverá a intentarlo, quiere llegar rentito al cielo, aunque sea cancaniando.




Texto y foto, Virginia

viernes, 5 de julio de 2019

Adobe y tapial en Tierra de Campos





En el  recorrido que de Burgos a León hice hace un par de semanas, pasé por pueblos con mucho encanto. Será por la diferencia con la isla, será porque el caminar nos lleva a fijarnos en cosas que de otra forma quizás no valoraríamos, lo cierto es que los pequeños lugares donde pernocté o simplemente crucé su calle principal, me dejaron una huella de luminoso sosiego.


Hontanas, Hornillos del Camino, Tardajos, Terradillo, Calzadilla de la Cueza, Boadilla, Moratinos, Rabé de las Calzadas, El Burgo Ranero, Bercianos, Mansilla de las Mulas. Pueblos castellanos, de horizontes infinitos, rodeados por trigales, viviendas medio abandonadas y colores ocres como la tierra donde se asientan.



Uno de los atractivos que acabó embelesándome fue el trabajo de adobes y tapiales en muchas casas de la zona, especialmente en la comarca de Tierra de Campos. Deslizar la mano por la superficie arcillosa que cubre las paredes y encontrar un canto rodado, unos pedacitos de paja, una madera incrustada, fue un placer al que me dediqué en tardes calurosas y solitarias, entretanto las golondrinas simulaban estrellarse contra los tejados. 


















Uno de esos ratos tuve la fortuna de charlar con varias vecinas que me explicaron cómo se elaboraban los muros, de dónde provenía el material, cuidados necesarios, costumbres, ventajas e inconvenientes. Fueron un par de horas al pie de la iglesia conversando y aprendiendo de usos casi perdidos, aunque, según leí más tarde, hace un tiempo se están recuperando por sus innegables cualidades.
















La tarde se me pasó en un suspiro y ya solo me quedó pasear nuevamente por el lugar donde estaba  (El Burgo Ranero, así llamado porque en tiempos pasados sus habitantes proveían de ranas a una comunidad monástica de las cercanías) y fijarme, con más ahínco aún, en todos los detalles posibles de un tipo de construcción ancestral, tan afín a lo que le rodea, que parece emerger del paisaje.


Barro y agua, nada más primario. Y el ingenio humano para sacarle partido.



 Texto y fotos, Virginia