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Cuando se llegaba a estos
antiguos refugios, con certeza habría sal en algún rincón. Una tradición que se
mantiene y que vamos a comprobar.
Allí estaba. La sal ancestral, la sal del mar, la sal
como un talismán que recorre el tiempo y las generaciones. Aquella sal del
salario romano, la sal de las minas, la sal de los intercambios, los rituales y
las monedas. La sal.
Después de caminar sobre un río de lava, un barranco con
chavocos arenosos y un espacio de lapilli rojo, ocre y blanco, llegamos a los
corrales de los antiguos cabreros, reminiscencia de aquellos pastores guanches que recorrían la isla de mar a cumbre.
Y sí, allí estaba la sal.
Con la emoción de ser testigo
de un rito cotidiano y a la vez ancestral, la tocamos, la olimos y la volvimos a dejar
en la piedra, a la espera de un fuego y una brisa.
Para Carlos, Juandi, Érika.
Gracias.
Y Adal, tan lejos y tan cerca.
Fotos y texto, Virgi