El título no me atraía, pero con el consejo de una amiga,
me llevé a casa “El hombre que amaba a los niños”. Empezarlo me resultó árido,
una pareja con numerosa prole en una casa media desvencijada. Pasé de
encontrarlo áspero, a cruel.
Luego, tremendamente rugoso, y sobresaliendo entre
esas arrugas un escalofrío casi en cada página. Más tarde, lo leía a trozos,
odiando al padre, compadeciendo a la madre, sonriendo en minúscula con alguna
ocurrencia infantil.
A poco, la madre dejó de darme lástima por su matrimonio
con el engreído y megalómano Sam Pollit, cursi hasta morir, ridículo en su afán
de ser el padre perfecto; pasé a ver a Henrietta Pollit tan cruel como
incomprensible, usando a sus hijos como diana de sus frustraciones.
La pequeña
Louie, en medio de ambos, cruce de caminos polvoriento y sin rumbo aparente,
sufre, trabaja y llora. Y también lee y escribe.
Las setecientas páginas me fueron atrapando, mientras la
casa se caía a trozos, como la relación podrida de Sam y Henny. Los niños saben
de la ferocidad conyugal y ahí estará Louie, hija de un primer matrimonio de su
padre, para atenuarla, y, en algún momento, valerse de sus aficiones para darle
un giro a la historia.
“The Monuments Men”, apasionante relato acerca de un pequeñísimo
pero crucial batallón al que Franklin D. Roosevelt encomienda el trabajo de
recuperar las obras de arte sustraídas por los alemanes.
Un reducido grupo de
expertos (directores de museos, conservadores, estudiosos de arte) arriesga su
vida recorriendo distintos lugares de Europa para encontrar y devolver a sus
lugares de origen obras como La madonna de la Gleize, el retablo de Gante, El astrónomo o el
Autorretrato de Rembrandt.
Igualmente, se dedicaron a proteger abadías,
monasterios y valiosos edificios civiles, elaborando fichas, fotografiando
daños, comprobando datos. Unas veces las obras estaban ya en poder de los nazis,
otras en escondrijos como una mina en Austria (debidamente acondicionada por
los nazis) y otras en sitios que sólo algunos resistentes conocían. Gracias a la constancia, la laboriosidad y la
generosidad de este grupo, miles de obras artísticas se recuperaron, como
ejemplo de que lo mejor de la humanidad, por fortuna, y aunque tantas veces no
lo parezca, sobrevive en medio de la destrucción. El libro es un ejemplo de
texto muy bien documentado y absolutamente recomendable.
Encontré “Una hermosa doncella” en una gasolinera.
Llevaba viéndola muchas veces, allí, al lado de refrescos, golosinas y frutos
secos. No me decidía, tenía otras cosas pendientes y ya había leído a la
autora, sugestiva y misteriosamente sensual. Sin embargo, cada vez que entraba,
mi mirada se deslizaba, casi furtiva, hasta el libro.
Así que me lo compré, esperaban por mí el anciano y
atildado Sr. Kidder y la jovencita Katya. Ambos me desvelaron sus planes,
sueños, recuerdos. En algunos de ellos coincidían, más bien en pocos.
Mientras, yo iba
de uno a otra, del caballero educado a la chica canguro, los dos al borde de un
mar poco transparente. Sabe la autora hacernos sentir una patética ternura o unos
contradictorios deseos, sobrevolando con levedad y sabiduría los sentimientos
de cada personaje, hasta desembocar en un final magnífico, visual, poético,
generoso.