viernes, 30 de agosto de 2013

Voces XI




Por alongarse al bufadero, como un tortolín, tropezó en la tosca y se trilló los dedos. Ya no podría tocar el timplillo, el trancazo fue mayúsculo. 
Le decían: “No seas trafullero, vete por la vereda”, y él, tolete como siempre y algo templado, cargó la gueldera y los matules de la pesca y se largo pa’l risco.
Y ¡aimería!, pa’ eso sí que era ajeitado, lo que tenía de poco alegador y agoniado, se le mudaba a parlanchín y sereno cuando trincaba buena pesca: alfonsiños, catalufas, viejas…nada se le  resistía. Arrentito a la orilla, bien arregostado  de carnada, golifiaba la mar como si fuera un cazón. Y pa’ eso los dedos no le arripiaban, “la pesca no requiere de melodía”, decía.
Aruñado como estaba de la caída, la caña y el sedal no le molestaban, y en el balayo, unas batatas con almogrote y un buchito de café, pa’ embicárselo si le daba la dormitera.




Y pardiando, de vuelta al chamizo, pero esta vez, sin pasar por el bufadero, no iba a tropezar en la misma piedra como un carajito.



 

Fotos y texto, Virgi











lunes, 26 de agosto de 2013

Sin código



El sendero me llevó lejos.





Encontré huesos esparcidos.





Y unas viejas losetas abandonadas.






Las rayas del camino enviaban señales confusas





Sólo un retazo de cielo, permanecía.
Inmóvil, esperanzador.



 Fotos y texto, Virgi

Que Fernando Valls haya colgado mi texto 
sobre Segesta en su blog 

                            La nave de los locos

 

 

ha sido una satisfacción inmensa. 

Gracias, Fernando, por tu generosidad.

sábado, 17 de agosto de 2013

Trío



Despertador



Se despierta con el run run del ventilador.

Hoy no tiene ningún plan y las aspas aceradas son como cuchillas al viento, giran y giran mientras intenta levantarse.

Mira el aparato con más detalle, tiene unas extrañas manchas, grandes como la palma de la mano. 
Cuando se acerca, entre los cojines, trozos de su gato se reparten por el sofá. Ahora entiende porqué no le despertaron los ronroneos de cada mañana.





Añoranza



Yo vivía en los suburbios.

Todo eran portazos, gritos, botellas rotas, crímenes, abusos, palizas, drogas, robos. Allí dormía plácidamente.

Ahora no consigo conciliar el sueño, me atormenta la sangre, un cuchillo afilado, una sierra eléctrica.

Duermo con un ojo abierto, cualquier ruido dispara mi mente y sólo me tranquilizo cuando oigo los pasos del carcelero.





Trueque



Salta la niña de piedra en piedra, la brisa aletea su falda y sus trenzas pelirrojas. Un perro la sigue, juguetón.

En un recodo del camino, justo al borde del río, vemos como la niña nada a cuatro patas mientras el perro la mantiene con su traílla. Ella ladra y el perro le riñe. Ha sido poco el trayecto, pero suficiente para que se produzca el cambio.

No sabemos si en el siguiente recodo será posible un nuevo trueque, si veremos dos perros, dos niñas o quizá la traílla navegue sola por el río.


Fotos y textos, Virgi

martes, 13 de agosto de 2013

Leer, leer, leer (XIX)



El título no me atraía, pero con el consejo de una amiga, me llevé a casa “El hombre que amaba a los niños”. Empezarlo me resultó árido, una pareja con numerosa prole en una casa media desvencijada. Pasé de encontrarlo áspero, a cruel. 

Luego, tremendamente rugoso, y sobresaliendo entre esas arrugas un escalofrío casi en cada página. Más tarde, lo leía a trozos, odiando al padre, compadeciendo a la madre, sonriendo en minúscula con alguna ocurrencia infantil. 
 
A poco, la madre dejó de darme lástima por su matrimonio con el engreído y megalómano Sam Pollit, cursi hasta morir, ridículo en su afán de ser el padre perfecto; pasé a ver a Henrietta Pollit tan cruel como incomprensible, usando a sus hijos como diana de sus frustraciones. 
La pequeña Louie, en medio de ambos, cruce de caminos polvoriento y sin rumbo aparente, sufre, trabaja y llora. Y también lee y escribe.

Las setecientas páginas me fueron atrapando, mientras la casa se caía a trozos, como la relación podrida de Sam y Henny. Los niños saben de la ferocidad conyugal y ahí estará Louie, hija de un primer matrimonio de su padre, para atenuarla, y, en algún momento, valerse de sus aficiones para darle un giro a la historia.


 

“The Monuments Men”, apasionante relato acerca de un pequeñísimo pero crucial batallón al que Franklin D. Roosevelt encomienda el trabajo de recuperar las obras de arte sustraídas por los alemanes.

 Un reducido grupo de expertos (directores de museos, conservadores, estudiosos de arte) arriesga su vida recorriendo distintos lugares de Europa para encontrar y devolver a sus lugares de origen obras como La madonna de la Gleize, el retablo de Gante, El astrónomo o el Autorretrato de Rembrandt. 

Igualmente, se dedicaron a proteger abadías, monasterios y valiosos edificios civiles, elaborando fichas, fotografiando daños, comprobando datos. Unas veces las obras estaban ya en poder de los nazis, otras en escondrijos como una mina en Austria (debidamente acondicionada por los nazis) y otras en sitios que sólo algunos resistentes conocían.  Gracias a la constancia, la laboriosidad y la generosidad de este grupo, miles de obras artísticas se recuperaron, como ejemplo de que lo mejor de la humanidad, por fortuna, y aunque tantas veces no lo parezca, sobrevive en medio de la destrucción. El libro es un ejemplo de texto muy bien documentado y absolutamente recomendable.






Encontré “Una hermosa doncella” en una gasolinera. Llevaba viéndola muchas veces, allí, al lado de refrescos, golosinas y frutos secos. No me decidía, tenía otras cosas pendientes y ya había leído a la autora, sugestiva y misteriosamente sensual. Sin embargo, cada vez que entraba, mi mirada se deslizaba, casi furtiva, hasta el libro.

Así que me lo compré, esperaban por mí el anciano y atildado Sr. Kidder y la jovencita Katya. Ambos me desvelaron sus planes, sueños, recuerdos. En algunos de ellos coincidían, más bien en pocos.

Mientras, yo iba de uno a otra, del caballero educado a la chica canguro, los dos al borde de un mar poco transparente. Sabe la autora hacernos sentir una patética ternura o unos contradictorios deseos, sobrevolando con levedad y sabiduría los sentimientos de cada personaje, hasta desembocar en un final magnífico, visual, poético, generoso.







jueves, 8 de agosto de 2013

Confabulación


Un río como de oro,
una corriente refulgiendo 
al sol del mediodía.




La señal junto al camino, 
aleteando antes de morir.




                         Una copa roja, 
                         dulce e insólita.
 




Nada de eso le atrajo.
 Y, además, nunca pudo abrir la puerta.





 Fotos Virgi