Un ser especial, mi hermana.
Lectora de libros y revistas, oyente nocturna de la radio -un transistor sony forrado de cuero que colocaba en la almohada para oírlo solo ella-, asidua al Cine Numancia y sus películas de Arte y Ensayo, de las que luego solía venir entusiasmada, hablando maravillas de Losey, Antonioni, Buñuel o Truffaut. Una personalidad poliédrica, apasionada de la vida, a pesar de sus impedimentos físicos, una mujer que fascinaba a quien la conocía. Lo mismo hablaba de García Márquez (con ella y mi otra hermana, Nice, entró el realismo mágico en la biblioteca de la familia), que de Victor Hugo, Zweig o Camus. Le chiflaban los ovnis, los corridos mexicanos, Chavela Vargas, Silvio Rodríguez, Los Beatles, las líneas de Nazca, los guanches, Valentina la de Sabinosa. Aprendió a tocar la guitarra por cursos de la CCC y el timple con alguien de la familia. No se cortaba de echarse unas folías o unas malagueñas en un ventorrillo, una reunión o en las escaleras de aquel Pris de la infancia, cuando empezaron a llegar las cucarachas y había una única bombilla que se bamboleaba con el viento marino.
Sin estudios propios de maestra, pero con mucha inteligencia e ideas modernas, mi hermana heredó el aula de mi abuela Hortensia (gran profesora que enseñó a muchas criaturas de la zona en los años cuarenta y principios de los cincuenta) y durante un tiempo acogió niños y niñas del barrio, pequeñines que aprendieron a leer y escribir con ella y aún la nombran con admiración y afecto. Muchos nos recuerdan sus cuentos, los puzles, los juguetes y los dibujos que colgaba en las paredes. Aunque aprendí las primeras letras con aquella abuela, Maya me preparó con entusiasmo y disciplina para el ingreso en bachillerato. Así aprendí de memoria lo que se estilaba en la época: cabos, golfos, ríos, reyes, capitales de naciones, mares, montañas y cordilleras e incluso, algunas curiosidades de Canarias. Leíamos Platero o El Quijote, usábamos atlas y diccionarios, todo eso por su afán de conocer y enseñar.
Un día de junio, a principios de los sesenta, me fui con nueve años, en la guagua, al Instituto de La Laguna. No recuerdo nada de la prueba, solo una cosa que se me grabó para siempre. Me preguntaron cuando medía el Teide y no supe contestar. Cuando regresé a mi casa, estaban todos ansiosos por saber cómo me había ido, una niña pequeña sola enfrentándose a un asunto de importancia; Maya, la más interesada por si sus enseñanzas habían surtido efecto.
- Me preguntaron la altura del Teide y no supe contestar, conté yo algo compungida.
- Pero, ¿cuántas veces te dije que medía 3.714 m.? Bueno, si todo lo demás lo hiciste bien, seguro que apruebas, dijo mi hermana echándole ánimos.
Pues sí, no fue relevante mi olvido, y aprobé el ingreso, cosa que a la postre no resultó tan positiva, pues fui siempre la de menos edad en todos los cursos.
Los ánimos que me dio en ese momento ya los llevaba ella consigo desde muy chica, una fortaleza inmensa ante los infortunios y unas ganas infinitas de saborear todo lo que la vida le ofreciera, ya fueran el mar, el amor, amistades, cultura, fiestas.
En las paredes de la habitación tenía a James Dean, el Che, John Lennon, Françoise Dorléac y su hermana Deneuve, Oliver Reed, Alain Delon, Romy Schneider, el pelirrojo Daniel Cohn-Bendit (famoso líder de las revueltas francesas del 68), Gregory Peck y la portada de Yellow Submarine, entre otros de sus ídolos.
Fue la que, con su ejemplo contestario, nos inculcó a mi hermano y a mí actitudes críticas y ciertamente rebeldes ante injusticias, desmanes medioambientales e ideas políticas. Cada semana compraba Triunfo, Fotogramas, La Codorniz/Hermano Lobo, muchas de las cuales todavía conservamos, como recuerdo de sus inquietudes, variadas, ricas y profundas, mismamente como ella.
Casi cuarenta años que no está y su vitalidad sigue regando el campo de nuestra existencia. Mi hermana Maya, tan frágil por fuera y tan poderosa por dentro.
Foto y texto, Virgi
Noviembre 2017