Catalogado como uno de los pueblos más bonitos de
España, Tejeda nos ofrece una estampa
blanca, pulcra, verde, muy montañosa.
Blanca por sus casas y muros, al borde del barranco o de las
calles, bajo las enredaderas o las espadañas de la iglesia.
Pulcra, porque no
hay un espacio sucio ni un papel en el suelo, los adoquines no compiten con
colillas, plásticos ni envoltorios. Verde, por los almendros de las huertas,
colgados en los riscos, orillando parcelas, festoneando el paisaje; con las
almendras en ofrenda al paseante, aunque aún no sea su tiempo. Montañosa, por
lo que le rodea, un circo rocoso que viene a formar la caldera de Tejeda, una
gigantesca formación volcánica de la que sobresalen dos auténticos resilientes:
el Roque Nublo y el Roque Bentayga.
Ambos peñascos son formidables (pitones
fonolíticos según la geología), y llegar hasta su base una experiencia
sencilla, obligatoria –si andamos por la zona- y grandiosa. Desde el Nublo, al
atardecer, se divisa la caldera y muchísimo más, incluso el Padre Teide sobre
las nubes, controlando el archipiélago. En una planicie, llamada el Tablón del
Nublo, se posa el Roque, tal cual como acabado de plantar, incrustado sin
trabajo por algún cataclismo primigenio. Símbolo de la isla, tiene una fuerza
plástica indudable, lo mires desde donde lo mires, cerca, lejos y hasta desde
Tenerife.
Subir al Bentayga requiere parecido esfuerzo, pero posee este
lugar otras connotaciones más visuales e históricas, como el muro aborigen que
lo contorna en parte, los escalones bien colocados y el premio final: el
Almogarén, un espacio plano labrado en la piedra que, según algunos estudiosos
pudo haber sido un lugar de culto relacionado con los astros, mientras otros se
decantan por una vivienda con características especiales e incluso un sitio
defensivo. Tiene en el centro una enorme cazoleta, así como otras más pequeñas,
y dos oquedades bien trabajadas que quizás eran graneros o refugios, todo esto
según diversas fuentes consultadas. Sobrecoge el lugar, al filo del abismo por
un lado y con una pendiente pronunciada por otro, donde, a tenor de las
crónicas, hubo gran población en numerosas cuevas, de las que algunas conservan
grabados rupestres.
Fue el Bentayga escenario de un episodio importante en la
conquista de las islas. Dice Abreu y Galindo que en este Roque se refugió
Bentejuí, último Guanarteme de Gran
Canaria, junto con muchos de los suyos, en enero de 1493, ante la acometida de
los españoles: “…se defendieron con valor que, por mucho
que hicieron, no les pudieron ganar el paso, arrojando grandes galgas y piedras
por los riscos y ladera abajo, que dejaban caer. Aquí mataron los canarios a
muchos soldados e hirieron a tantos…”
Son
Nublo y Bentayga dos centinelas apostados en lo alto, silenciosos, sabios,
contundentes. Dueños del paisaje que los rodea, se mantienen alerta, en el
conocimiento de que nosotros pasamos y ellos siguen, en una ceremonia de la
Naturaleza cuyo ritual va mucho más allá de los visitantes, pequeñas hormigas recorriendo
un paisaje mágico, sin acabar de entenderlo nunca.
Hemos
de volver a Tejeda (plácida y coqueta, según la dejamos), para contemplarlos
desde abajo, mientras apuntan a un cielo que seguramente conocen mejor que
nosotros.
Julio
2017