sábado, 18 de noviembre de 2017

El Hierro




Volví a ver los cuervos negrísimos, el encaje de las paredes, las sabinas retorcidas, los aljibes comunales. En un extremo, el faro, en el otro, los petroglifos sin traducir. 






























En medio, la frondosidad del pinar, el más luminoso de las islas; la caldera de Fireba con su antigua huerta de papas en el fondo; la Virgen de los Reyes, la que bajan cada cuatro años y por la que sus porteadores se enzarzan en discusiones cada vez que llegan a una Raya donde deben de ceder la carga; las verdes planicies medio irlandesas; los más de quinientos volcanes con sus tentáculos de lava, unos ásperos otros sensuales; un Garoé renovado y solidario bien asocadito; las cabras y las vacas, los pueblillos desperdigados.Y lejos, lejos, Sabinosa, recordando a Valentina con el tambor y su Arrorró estremecedor.



Volví a recordar mi primera estancia, cuando era poco más que una adolescente coqueta, libre y algo inconsciente, admirada sí de sus paisajes y de sus gentes, encantada de caminar sobre la pinocha o con el abrigo de los muros de piedra. 



Volví a asomarme a los miradores, a bañarme en cualquier charco, a observar los lagartos, tan pacíficos que parecieran  esculpidos. Volví a El Hierro para comprobar que el tiempo pasa más despacio que en cualquier otro sitio, y que la isla, pareciendo tan pequeña, es inmensa, mágica y en verdad apasionante.



























Texto y fotos, Virgi


Noviembre 2017