Volví a ver los cuervos negrísimos, el encaje de las paredes,
las sabinas retorcidas, los aljibes comunales. En un extremo, el faro, en el
otro, los petroglifos sin traducir.
En medio, la frondosidad del pinar, el más
luminoso de las islas; la caldera de Fireba con su antigua huerta de papas en
el fondo; la Virgen de los Reyes, la que bajan cada cuatro años y por la que
sus porteadores se enzarzan en discusiones cada vez que llegan a una Raya donde
deben de ceder la carga; las verdes planicies medio irlandesas; los más de quinientos
volcanes con sus tentáculos de lava, unos ásperos otros sensuales; un Garoé renovado
y solidario bien asocadito; las cabras y las vacas, los pueblillos
desperdigados.Y lejos, lejos, Sabinosa, recordando a Valentina con el tambor y su
Arrorró estremecedor.
Volví a recordar mi primera estancia, cuando era poco más que
una adolescente coqueta, libre y algo inconsciente, admirada sí de sus paisajes
y de sus gentes, encantada de caminar sobre la pinocha o con el abrigo de los
muros de piedra.
Volví a asomarme a los miradores, a bañarme en cualquier
charco, a observar los lagartos, tan pacíficos que parecieran esculpidos. Volví a El Hierro para comprobar
que el tiempo pasa más despacio que en cualquier otro sitio, y que la isla,
pareciendo tan pequeña, es inmensa, mágica y en verdad apasionante.
Texto y fotos, Virgi
Noviembre 2017