GALERÍAS
Las grutas
quilométricas que atraviesan el subsuelo de Tenerife y de otras islas, tienen
un extraño atractivo. Llaman poderosamente la atención por el trabajo inmenso que
supuso realizarlas y poseen también el imán de lo oscuro, del peligro, de la
caverna infinita, algo así como si pensáramos en el laberinto del Minotauro,
pero sin fiera, únicamente el agua manando desde una bolsa inmensa que abarcara
casi toda la superficie de este peñasco.
Por más que
he visitado varias y he caminado algunos metros por ellas, siempre me vienen a
la cabeza las mismas cuestiones: ¿cómo se sabe el sitio correcto para empezar?
¿cómo han horadado kilómetros y kilómetros? ¿qué sucede al llegar a la bolsa de
agua?¿cómo es el trabajo en un espacio tan estrecho?¿es similar a la labor de
los mineros? Paralelamente, pienso en los medios empleados (dinamita, picos,
palas y vagonetas) y sobre todo en los hombres metidos en esas larguísimas
cuevas, precariamente iluminada la
negrura, con la compañía continua del ruido del motor –para mantener el aire con un mínimo de
salubridad-, y entonces siento una
admiración inmensa, no exenta de congoja, por esta labor que nos trajo el agua
desde las profundidades de la isla.
He leído que
aquí hay más de un millar y me parece imposible para un territorio tan pequeño,
mas luego, caminando por él, no queda un sendero que no esté cruzado por algún
canal o atarjea, con lo que esta cantidad es comprensible. Porque esa es otra cuestión, cuando se
conseguía el agua, había que encarrilarla, y allá iban los obreros a colgarse
de riscos y barrancos, para transportarla donde fuere. Horizontal, con una
levísima inclinación inapreciable, el agua discurre por sendas de todo tipo:
piedra labrada, canales hechos en tosca y recubiertos de cal, toba volcánica, cemento,
tuberías de hierro o galvanizadas; se alongan a precipicios, bajan una
vertiente para subir por la de enfrente; se cuelgan de sitios inesperados, o se
afianzan en acueductos elementales o alzados con primor.
El trabajo
de horadar una galería entraña muchos peligros y han sido los obreros los
grandes artífices de esta labor poco reconocida. Conozco varias personas que
trabajaban seis días a la semana durante
años, pernoctando en unos pequeños cuartos, comiendo frugalmente y durmiendo lejos
de sus familias, para entrar cada madrugada en un túnel de donde sacarían –en
algún momento- el líquido vital.
Tienen las
galerías, bien ya en desuso, bien aún explotadas, unos útiles de arqueología
industrial, que entristece acabe perdiéndose: motores traídos de Alemania o
Inglaterra, vagonetas de hierro con sus carriles todavía intactos, contadores
de agua, extractores, barriles vacíos de combustible…un abanico de elementos
que sirvieron para adentrarse hasta cinco o seis kilómetros bajo nuestro
territorio, cruzando las raíces de volcanes, tierras de cultivo, malpaíses, riscos
y bosques.
Evocan sus
nombres sensaciones sugerentes, mucho más dulces que el trabajo que ha
representado conseguir el agua: El Salto Azul, Archifira, Río de la Cañada, El
Manantial, La Gambuesa, El Nilo, La Deseada, Guaco, Río de la Plata, El
Rebosadero. Lo sugestivo de sus nombres no corresponde con la dureza del
trabajo, pero a mí, particularmente, me deja un poso de misteriosa poesía que
me atrae y me cautiva.
18 febrero
2017
ATARJEAS
El nombre es lo de menos. Lo de más es la importancia de
estas rústicas conducciones de agua en la vida y trabajos de la gente del sur,
sobre todo del sur de Tenerife y Gran Canaria. Unos elementos indispensables
para entender la esforzada agricultura en un paisaje árido y con pocas
facilidades para el cultivo.
Las atarjeas y su ingeniería popular, sabia y práctica,
hicieron de los campos un territorio más humano, fértil y apetecible, a pesar
del clima y sus variaciones pocas veces positivas.
En las cercanías de La Quinta, Los Derriscaderos o altos de Arico,
se ven hechas directamente en la tosca; elaboradas a conciencia en piedra
chasnera, como el canal que baja desde El Contador; largas y pesadas, labradas
en bloques de pumita -que suele ser la mayoría de las existentes- para darles la
forma de U y luego empatarlas unas con otras mediante cal, arena y quizás algo
de cemento; las que se observan desde la carretera en zonas de Arguineguín, una
asombrosa red de línea paralelas y perpendiculares; o algunas realizadas aún
más burdamente, con piedras atacuñadas con mortero real, vistas en el Malpaís
de Güimar; las muy escasas de tea, como la del
Camino del Risco; y las esplédidamente afianzadas sobre arriesgados arcos,
véase el sifón de Valleseco o el acueducto de Lomo de Mena. Son unas y otras ejemplos
conmovedores, cuando en las caminatas acompañan mis pasos.
Los cientos (creo que incluso podrían ser algunos miles) de
kilómetros que suman estas pequeñas obras, tienen un valor pocas veces
considerado, bien por ser un elemento muy común en ciertos parajes, bien por el
escaso aprecio que le damos a las cosas pequeñas y humildes. Lo cierto es que
fueron, y aun lo siguen siendo, una parte fundamental para la vida en estos
sures cautivadores. Todo un mundo alrededor del agua y su conducción, desde que
es alumbrada en las galerías hasta que llega a su meta final, bien sean
huertas, aljibes, estanques, charcas. Palabras como cantoneras, rebosaderos,
arquillas, aforímetro, casilla del agua, canalero, dulas, pipas, tomaderos,
tornas, tanquilla… nos remiten a un tiempo sacrificado y no tan lejano.
A pesar de que las tropiezo con frecuencia, nunca dejo de
maravillarme. Las veces que, rumorosas, siguen en uso, cantan sobre épocas
anteriores, y sin embargo, ya secas, parecen exhalar un grito de auxilio. Yo
las acaricio, a veces hasta les hablo y me las traigo archivadas, recuerdo
fugaz como el agua que se nos escapa de las manos.
Textos y fotos, Virgi
4 junio 2017
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