jueves, 9 de noviembre de 2017

Galerías y Atarjeas

GALERÍAS

Las grutas quilométricas que atraviesan el subsuelo de Tenerife y de otras islas, tienen un extraño atractivo. Llaman poderosamente la atención por el trabajo inmenso que supuso realizarlas y poseen también el imán de lo oscuro, del peligro, de la caverna infinita, algo así como si pensáramos en el laberinto del Minotauro, pero sin fiera, únicamente el agua manando desde una bolsa inmensa que abarcara casi toda la superficie de este peñasco.


Por más que he visitado varias y he caminado algunos metros por ellas, siempre me vienen a la cabeza las mismas cuestiones: ¿cómo se sabe el sitio correcto para empezar? ¿cómo han horadado kilómetros y kilómetros? ¿qué sucede al llegar a la bolsa de agua?¿cómo es el trabajo en un espacio tan estrecho?¿es similar a la labor de los mineros? Paralelamente, pienso en los medios empleados (dinamita, picos, palas y vagonetas) y sobre todo en los hombres metidos en esas larguísimas cuevas,  precariamente iluminada la negrura, con la compañía continua del ruido del motor  –para mantener el aire con un mínimo de salubridad-, y entonces siento  una admiración inmensa, no exenta de congoja, por esta labor que nos trajo el agua desde las profundidades de la isla.
He leído que aquí hay más de un millar y me parece imposible para un territorio tan pequeño, mas luego, caminando por él, no queda un sendero que no esté cruzado por algún canal o atarjea, con lo que esta cantidad es comprensible.  Porque esa es otra cuestión, cuando se conseguía el agua, había que encarrilarla, y allá iban los obreros a colgarse de riscos y barrancos, para transportarla donde fuere. Horizontal, con una levísima inclinación inapreciable, el agua discurre por sendas de todo tipo: piedra labrada, canales hechos en tosca y recubiertos de cal, toba volcánica, cemento, tuberías de hierro o galvanizadas; se alongan a precipicios, bajan una vertiente para subir por la de enfrente; se cuelgan de sitios inesperados, o se afianzan en acueductos elementales o alzados con primor.


El trabajo de horadar una galería entraña muchos peligros y han sido los obreros los grandes artífices de esta labor poco reconocida. Conozco varias personas que trabajaban seis días  a la semana durante años, pernoctando en unos pequeños cuartos, comiendo frugalmente y durmiendo lejos de sus familias, para entrar cada madrugada en un túnel de donde sacarían –en algún momento- el líquido vital.
Tienen las galerías, bien ya en desuso, bien aún explotadas, unos útiles de arqueología industrial, que entristece acabe perdiéndose: motores traídos de Alemania o Inglaterra, vagonetas de hierro con sus carriles todavía intactos, contadores de agua, extractores, barriles vacíos de combustible…un abanico de elementos que sirvieron para adentrarse hasta cinco o seis kilómetros bajo nuestro territorio, cruzando las raíces de volcanes, tierras de cultivo, malpaíses, riscos y bosques.



Evocan sus nombres sensaciones sugerentes, mucho más dulces que el trabajo que ha representado conseguir el agua: El Salto Azul, Archifira, Río de la Cañada, El Manantial, La Gambuesa, El Nilo, La Deseada, Guaco, Río de la Plata, El Rebosadero. Lo sugestivo de sus nombres no corresponde con la dureza del trabajo, pero a mí, particularmente, me deja un poso de misteriosa poesía que me atrae y me cautiva.



18 febrero 2017






ATARJEAS




El nombre es lo de menos. Lo de más es la importancia de estas rústicas conducciones de agua en la vida y trabajos de la gente del sur, sobre todo del sur de Tenerife y Gran Canaria. Unos elementos indispensables para entender la esforzada agricultura en un paisaje árido y con pocas facilidades para el cultivo.
Las atarjeas y su ingeniería popular, sabia y práctica, hicieron de los campos un territorio más humano, fértil y apetecible, a pesar del clima y sus variaciones pocas veces positivas.













En las cercanías de La Quinta, Los Derriscaderos o altos de Arico, se ven hechas directamente en la tosca; elaboradas a conciencia en piedra chasnera, como el canal que baja desde El Contador; largas y pesadas, labradas en bloques de pumita -que suele ser la mayoría de las existentes- para darles la forma de U y luego empatarlas unas con otras mediante cal, arena y quizás algo de cemento; las que se observan desde la carretera en zonas de Arguineguín, una asombrosa red de línea paralelas y perpendiculares; o algunas realizadas aún más burdamente, con piedras atacuñadas con mortero real, vistas en el Malpaís de Güimar; las muy escasas de tea, como la del  Camino del Risco;  y las esplédidamente afianzadas sobre arriesgados arcos, véase el sifón de Valleseco o el acueducto de Lomo de Mena. Son unas y otras ejemplos conmovedores, cuando en las caminatas acompañan mis pasos.



Los cientos (creo que incluso podrían ser algunos miles) de kilómetros que suman estas pequeñas obras, tienen un valor pocas veces considerado, bien por ser un elemento muy común en ciertos parajes, bien por el escaso aprecio que le damos a las cosas pequeñas y humildes. Lo cierto es que fueron, y aun lo siguen siendo, una parte fundamental para la vida en estos sures cautivadores. Todo un mundo alrededor del agua y su conducción, desde que es alumbrada en las galerías hasta que llega a su meta final, bien sean huertas, aljibes, estanques, charcas. Palabras como cantoneras, rebosaderos, arquillas, aforímetro, casilla del agua, canalero, dulas, pipas, tomaderos, tornas, tanquilla… nos remiten a un tiempo sacrificado y no tan lejano.


A pesar de que las tropiezo con frecuencia, nunca dejo de maravillarme. Las veces que, rumorosas, siguen en uso, cantan sobre épocas anteriores, y sin embargo, ya secas, parecen exhalar un grito de auxilio. Yo las acaricio, a veces hasta les hablo y me las traigo archivadas, recuerdo fugaz como el agua que se nos escapa de las manos.



Textos y fotos, Virgi 

4 junio 2017



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