Supe de su existencia hace muy poco, gracias a un amigo al
que ya únicamente por eso, le estaré siempre agradecida. Iba él haciendo el
Camino y se acercó a la iglesia, creo que llovía algo y había niebla, pues
recuerdo su foto con un chubasquero bajo uno de los arcos. Me pareció un lugar
tan especial y él le puso tanto fervor, que no tuve otra opción que ponerme a
buscar sobre este edificio excepcional.
Pasó un tiempo y venía yo de Pamplona, animosa pasando Cizur
Menor y Mayor, la balsa de Guenduláin, Zariquiegui y la subida al Alto del
Perdón. Poco después, Muruzábal, y en su iglesia, pregunté por Eunate; me
informaron que en dos kilómetros la encontraría (bueno, más de dos para llegar
y alguno más para enlazar con mi destino de ese día en Puente la Reina), y que
aún me quedaba como una hora hasta el cierre.
Allá me fui, por un camino solitario desde no se vislumbraba
torre, campanario, ni tejado alguno, ni tampoco alguien por el sendero que me
pudiera certificar lo correcto de mis pasos. Sin embargo, en un momento logré
ver entre una especie de chopos lejanos, la figura inconfundible de la iglesia.
No tenía pérdida, claro que no, allá estaba desde mediados del s.XII, aislada
entre los campos, cautivadora desde cualquier lado que la veas.
Su planta octogonal y la galería de treinta y tres arcos que
la contornan son dos de las características que más llaman la atención. Una
portada románica, el ábside pentagonal y los lucernarios que recuerdan a los
baños árabes, o las marcas dejadas por los canteros en muchos de los bloques
que la forman, son otros detalles que hacen única a esta iglesia.
En medio de nada concreto, en un paisaje plano y abierto al
cielo, se levanta Santa María de Eunate, misteriosa, sorprendente, tan serena,
que dentro solo quieres estar en silencio un rato, mirando la única imagen que
tiene o contemplando los huecos en el techo. Son pequeños, también octogonales,
y por ellos entra una luz tibia que ni ilumina, pero que le presta una
singularidad particular y un halo grandemente espiritual.
Me senté un rato cerca de la puerta, uno de mis objetivos del
Camino era llegar hasta allí, así que ya no tenía prisa. Miraba la bóveda
perfecta, los capiteles con figuras extrañas, la Virgen con el Niño (copia de
una imagen románica, al parecer desaparecida), los tímidos haces de luz
entrando por los octógonos de la bóveda. Di luego varias vueltas por la
arquería, sintiendo que estaba allí, en Santa María de Eunate, rozando los
muros y las piedras, tocando los arcos, oliendo el maizal cercano y la tierra
pisada por tanta gente antes.
Sentados en el suelo, un padre le explicaba algo
a su hija, cerca del ábside. Ni me vieron mientras paseaba, casi me pareció
como el encuentro de un hombre con un ángel, mirando ambos los prados y conversando de la brevedad
de la vida y la largura de la belleza.
Texto y fotos, Virgi
Octubre 2017