En reuniones familiares, mi padre
solía contarnos acerca de sus excursiones de jovencillo, primero cuando era boy
scout y luego con amigos, o bien solo, cosa que hizo en numerosas ocasiones.
Conocía muy bien Anaga y Las Cañadas y le encantaba hablarnos de barrancos,
guardas forestales, refugios y senderos diversos, en una época en que moverse
no era tan fácil como ahora, aunque por fortuna, guardamos muchas fotos y otros
detalles típicos del hombre minucioso y ordenado que fue, con sus apuntes de
excursiones, diplomas de escultismo, inventarios y anotaciones de todo tipo.
Uno de los sitios que nombraba era el
Semáforo de Igueste de San Andrés, al que fue varias veces y del que hablaba
maravillas (situación, materiales, uso, construcción). Transcurrió un largo
tiempo y mi padre ya no estaba con nosotros cuando lo visité por primera vez.
Me pasé gran parte del camino de subida recordando sus historias de caminante y
sentía cierta tristeza no haberlo hecho mientras vivía para poder contarle mi
experiencia. Cuando llegué al edificio, sentí lo contrario, que mejor no
supiera de su estado.
Sin ventanas ni puertas, el mástil
caído, la vistosísima sala hexagonal pintada de graffittis y el techo medio
derrumbado; los baños que fueron usados por personal de la Marina, con los
azulejos destrozados, al igual que las cocinas y el resto de las habitaciones; los variados pisos de baldosas hidráulicas, se
adivinaban malamente entre los escombros, la basura y alguna enredadera salvaje.
Construido alrededor de 1885 para
avisar al puerto de Santa Cruz de los barcos que se acercaban mediante
telegrafía, así como con banderas a los propios buques, también tuvo mucho que
ver la Casa Hamilton en la construcción de esta notable edificación, que estuvo
en funcionamiento hasta los años setenta del siglo XX.
Rodeado de un patio bien protegido, el
Semáforo poseía dos aljibes y un horno en el exterior; un pequeño paseo de
entrada hecho de losas labradas, así como todas las cornisas, jambas y adornos,
realizados en tosca roja, que abunda en la zona. Otro asunto admirable es el
camino carretero, hecho a pico desde el barrio de Igueste, en subida continua,
atravesando numerosos diques y toba, con un canal por un lado que recogía el
agua de la lluvia, evitando así los desperfectos de las escorrentías. Este
sendero causa casi tanto asombro como el propio Semáforo y en las paredes se
ven aún las marcas de las herramientas, manteniéndose incluso una parte de los
muros recubiertos con cal y arenilla.
Es en definitiva, un paseo muy
recomendable, que mueve a la curiosidad de saber más acerca de su fábrica,
función y usos, sin perder de vista la relevante relación con la Casa Hamilton,
tan fundamental en el devenir de Santa Cruz y de la isla en general, siempre
con proyectos avanzados para el comercio y los negocios.
Lo lamentable es que, ahora que he
ido ya tres veces, lo veo cada vez más deteriorado y no puedo evitar pensar en
mi padre y su amor por tantos lugares de Tenerife, como para él fue el Semáforo
de Igueste.
Texto y fotos, Virgi
18 febrero 2017