sábado, 30 de octubre de 2021

La Mérica, La Gomera

Este topónimo curioso que nada tiene que ver con la voz “América”, se usa en la isla para designar algunas lomadas, aunque sea ésta la más conocida, al ser un lugar frecuentado desde antiguo para ir desde Arure a Valle Gran Rey o viceversa.

El camino que atraviesa este amplio terreno es muy aéreo, viéndose al principio el cautivador barrio de Taguluche a la derecha y más tarde el despampanante Valle a la izquierda, encajonado entre riscos y alineado por bancales con sus casitas de portal, el mismo que se prolonga para luego morir serenamente al borde del mar, entretanto las palmeras siguen con el rumor que ya sabemos, el de la isla redonda que silba de risco en risco.



La lomada de La Mérica esconde una sorpresa que hay que ver para creerla: los hornos de cal. En otras islas estos hornos suelen estar cerca del mar, para facilitar el embarque a distintos lugares. Aquí no, aquí nos tropezamos con uno al pie del camino, pareciéndonos imposible que fuera para ese uso, pues no se veía caliche por ningún lado. Cosas de ignorantes, dado que lo cierto es que esa lomada tuvo abundancia de piedra caliza, trabajada luego en ese y varios hornos cercanos para más tarde ser transportada por una senda -nuevamente vertiginosa-  hasta el sitio donde suponemos se organizaría su venta y distribución.


La elaboración de la cal era harto dura y penosa, pero indispensable para los obreros que la realizaban, por lo que el sendero empedrado de un barrio a otro sería usado diariamente por hombres y bestias, dispuestos los primeros a ganar unas pesetas según viajes dados y  kilos cargados, cuantos más de unos y otros, mejor. También por mujeres que acarreaban la leña necesaria e incluso, niños que contribuían a la maltrecha economía familiar.

El horno que aún se ve al lado de la vereda es de fábrica recia, a pesar de tener varias piedras caídas y conserva cerca un pozo o aljibe que almacenaría el agua para abrir la cal.

 

Un poco más arriba, dominando casi toda la lomada, se ven los restos de una casa que debió ser bastante grande, con toda probabilidad de algún medianero o del encargado de los hornos. Conserva jambas y esquinas de piedra roja y trozos de un curioso techo con azotea. Desde la puerta se divisa un amplio panorama de terrazas, una era y un pajar ya sin tejado. No veremos los únicos lagartos gigantes que aún sobreviven en la isla, pues andan por los resquicios de estos riscos, escondiéndose donde solo ellos -y algunos biólogos- saben, afortunadamente.

Cercanas, las nubes quieren abrazar la cima  por donde andamos, entretanto pasan senderistas, extranjeros con botellas de agua, corredores exigentes que suben sin problema desde el Valle. Antes no, antes circulaban cabreros, mujeres con matojos para el fuego o productos del campo para vender o intercambiar, mientras otras subían con pescado en cestas cubiertas de mujos olorosos.



Alguien me contó más tarde que esa casa perteneció a la familia Casanova, seguramente los mismos de la presa de Las Casitas y de la estirpe del primer Casanova que vino de Huelva a montar una factoría en la costa, a mediados del s. XIX.

Sea como fuere, los hornos, los pajeros, la era, la casa ya casi derruida, las cuevas donde se guarece el ganado, el propio camino, indican los trabajos ímprobos del laborioso pueblo gomero, cuyas labores y penalidades eran grandes por mucho que ahora veamos idílicamente paisajes, lugares y costumbres.


Texto y fotos, Virginia

martes, 26 de octubre de 2021

Perplejidad


Y si el río es de oro, cómo saciaremos la sed?


Texto y foto, Virginia

lunes, 25 de octubre de 2021

Callizos

 

Me encantaría escribir algún día una carta y en la dirección poner algo así:

Sra. Narcisa Fernández

Callizo de la Tía Jusquera

Villa Hermosa

 


O acaso:

A/a Juani Luengo

Callizo del Tío Pedro el Mosco

Puerto Verde

 


O éste:

Sr. Don Paco Fuentes de la Rosa

Callizo de la Tía Navarra

Laguna Grande



 

Direcciones sencillas, elementales explicaciones que nada tienen que ver con números pares o impares, pisos, puertas, bloques, códigos de lugares, avenidas, plazas, calles y carreteras, letras y signos.

Tener una amistad en un lugar donde un callizo es una dirección comprensible, un  sitio donde  las gentes se nombran como tíos y tías, debe ser todo un lujo. Ojalá algún día envíe una carta a una dirección así.


Texto y fotos, Virginia

sábado, 23 de octubre de 2021

Acueducto de Cella

Romanos organizados que nos sorprenden con sus construcciones colosales, sembraron la Península de puentes, calzadas, foros, acueductos y vías perfectamente empedradas. Una de esas obras que se vino a reconocer hace pocas décadas es el acueducto de Cella, en Teruel.


Con 25 kms de recorrido llevaba agua desde el río Guadalaviar hasta la población de Cella, pero no fue la clásica obra de arcos que sustentan la canalización, no, esta vez optaron por conducir el agua a través de montañas y llanuras. En unas, labrando la piedra; en las otras, abriendo canales a nivel del suelo. De la longitud total, casi diez kilómetros fueron realizados perforando unas galerías de más de un metro de ancho y alrededor de dos metros de alto, con huecos como ventanales hacia un lado e impresionantes agujeros verticales, llamados pozos de aireación. Estos pozos podían tener entre 30 y 40 m de profundidad (en algún caso hasta 60) y se encontraban a poca distancia unos de otros. Un proyecto de esta índole supone un trabajo inmenso, cientos de hombres excavando, cargando, limpiando, y miles de toneladas de piedra expulsada.


Los restos que quedan de este proyecto se pueden recorrer a trozos, especialmente algunas de las galerías, cercanas a la carretera que pasa por Gea de Albarracín, en la provincia de Teruel. Impresionan las marcas de los picos en la roca, los agujeros que servían para luz y ventilación -realizados en uno de los márgenes-, la perfección del trazado. Pero lo más asombroso son los pozos que tuvieron que perforar en lo alto cuando el canal atravesaba una montaña o meseta, sin arredrarse ante la magnitud de tal empresa, y siempre con una exactitud pasmosa para encontrar el punto justo que coincidiera con la galería, que mucho más abajo, portaría el agua.


Considerada como una de las grandes obras de los romanos en España, ofrece sus oquedades vertiginosas al sol, al viento, a la lluvia. Y a quienes nos dejamos llevar por su recorrido, fascinados por la ingeniería y el sentido práctico de unas gentes tan organizadas que tendrían que darnos clase, aunque hayan pasado ya dos mil años.


Texto y fotos, Virginia