Este topónimo curioso que nada
tiene que ver con la voz “América”, se usa en la isla para designar algunas
lomadas, aunque sea ésta la más conocida, al ser un lugar frecuentado desde
antiguo para ir desde Arure a Valle Gran Rey o viceversa.
El camino que atraviesa este amplio terreno es muy aéreo, viéndose al principio el cautivador barrio de Taguluche a la derecha y más tarde el despampanante Valle a la izquierda, encajonado entre riscos y alineado por bancales con sus casitas de portal, el mismo que se prolonga para luego morir serenamente al borde del mar, entretanto las palmeras siguen con el rumor que ya sabemos, el de la isla redonda que silba de risco en risco.
La lomada de La Mérica esconde
una sorpresa que hay que ver para creerla: los hornos de cal. En otras
islas estos hornos suelen estar cerca del mar, para facilitar el embarque a distintos lugares. Aquí no, aquí nos tropezamos con uno al pie del camino,
pareciéndonos imposible que fuera para ese uso, pues no se veía caliche por
ningún lado. Cosas de ignorantes, dado que lo cierto es que esa lomada tuvo
abundancia de piedra caliza, trabajada luego en ese y varios hornos cercanos
para más tarde ser transportada por una senda -nuevamente vertiginosa- hasta el sitio donde suponemos se organizaría
su venta y distribución.
La elaboración de la cal era
harto dura y penosa, pero indispensable para los obreros que la realizaban, por
lo que el sendero empedrado de un barrio a otro sería usado diariamente por
hombres y bestias, dispuestos los primeros a ganar unas pesetas según viajes
dados y kilos cargados, cuantos más de
unos y otros, mejor. También por mujeres que acarreaban la leña necesaria e
incluso, niños que contribuían a la maltrecha economía familiar.
El horno que aún se ve al lado
de la vereda es de fábrica recia, a pesar de tener varias piedras caídas y
conserva cerca un pozo o aljibe que almacenaría el agua para abrir la cal.
Un poco más arriba, dominando
casi toda la lomada, se ven los restos de una casa que debió ser bastante
grande, con toda probabilidad de algún medianero o del encargado de los hornos.
Conserva jambas y esquinas de piedra roja y trozos de un curioso techo con
azotea. Desde la puerta se divisa un amplio panorama de terrazas, una era y un
pajar ya sin tejado. No veremos los únicos lagartos gigantes que aún sobreviven
en la isla, pues andan por los resquicios de estos riscos, escondiéndose donde
solo ellos -y algunos biólogos- saben, afortunadamente.
Cercanas, las nubes quieren abrazar
la cima por donde andamos, entretanto
pasan senderistas, extranjeros con botellas de agua, corredores exigentes que
suben sin problema desde el Valle. Antes no, antes circulaban cabreros, mujeres con matojos
para el fuego o productos del campo para vender o intercambiar, mientras otras
subían con pescado en cestas cubiertas de mujos olorosos.
Alguien me contó más tarde que
esa casa perteneció a la familia Casanova, seguramente los mismos de la presa
de Las Casitas y de la estirpe del primer Casanova que vino de Huelva a montar
una factoría en la costa, a mediados del s. XIX.
Sea como fuere, los hornos, los
pajeros, la era, la casa ya casi derruida, las cuevas donde se guarece el
ganado, el propio camino, indican los trabajos ímprobos del laborioso pueblo
gomero, cuyas labores y penalidades eran grandes por mucho que ahora veamos idílicamente
paisajes, lugares y costumbres.
Texto y fotos, Virginia