Romanos organizados que nos sorprenden con sus
construcciones colosales, sembraron la Península de puentes, calzadas, foros,
acueductos y vías perfectamente empedradas. Una de esas obras que se vino a
reconocer hace pocas décadas es el acueducto de Cella, en Teruel.
Con 25 kms de recorrido llevaba agua desde el
río Guadalaviar hasta la población de Cella, pero no fue la clásica obra de
arcos que sustentan la canalización, no, esta vez optaron por conducir el agua
a través de montañas y llanuras. En unas, labrando la piedra; en las otras,
abriendo canales a nivel del suelo. De la longitud total, casi diez kilómetros
fueron realizados perforando unas galerías de más de un metro de ancho y alrededor
de dos metros de alto, con huecos como ventanales hacia un lado e
impresionantes agujeros verticales, llamados pozos de aireación. Estos pozos
podían tener entre 30 y 40 m de profundidad (en algún caso hasta 60) y se
encontraban a poca distancia unos de otros. Un proyecto de esta índole supone
un trabajo inmenso, cientos de hombres excavando, cargando, limpiando, y miles
de toneladas de piedra expulsada.
Los restos que quedan de este proyecto se
pueden recorrer a trozos, especialmente algunas de las galerías, cercanas a la
carretera que pasa por Gea de Albarracín, en la provincia de Teruel. Impresionan
las marcas de los picos en la roca, los agujeros que servían para luz y
ventilación -realizados en uno de los márgenes-, la perfección del trazado. Pero
lo más asombroso son los pozos que tuvieron que perforar en lo alto cuando el
canal atravesaba una montaña o meseta, sin arredrarse ante la magnitud de tal
empresa, y siempre con una exactitud pasmosa para encontrar el punto justo que
coincidiera con la galería, que mucho más abajo, portaría el agua.
Texto y fotos, Virginia