Por elegir el camino de las sombras
acabó perdido.
No tenía ganas de volver a casa ni andando, ni en coche ni en autobús. Rodeado de copas, risas y frases formales, sentado al borde de la piscina, añoraba su tiempo de nadador. ¿Y por qué no ir nadando hasta su casa? De piscina en piscina, brazada a brazada, el agua le componía el puzzle de su vida.
Heredas una cómoda, la colocas en el mejor lugar de la casa, pones encima tus libros favoritos, cuentas su historia a todas las visitas y la contemplas cada tarde mientras saboreas un whisky. Poco a poco, de sus cajones van saliendo todas las personas que tuvieron algo que ver con ella.
La pareja que asiste a cócteles y fiestas entre la vecindad, no puede mantener una asistenta de forma continua, todas saben dónde guarda el dueño las bebidas. Y la niña también.
En un pueblecito costero de Italia, una familia americana disfruta del sol, del mar y de la hospitalidad. Pero el padre esconde algo que no le deja saborear la atmósfera mediterránea, un pensamiento recurrente, quizás una mentira, un pequeño pecado, un reflejo falso en el que no se reconoce.
Un crucero, dos hombres, una mujer. Un trío que es un dúo, un dúo que tampoco lo es. El mar, la brisa que trae efluvios de pasión, el deseo transformado en envidia, la carcasa de nuestros huesos en el horizonte.
Una radio, una radio monstruosa. Tan viva, que se comunica con las viviendas de los vecinos y nos trae a casa sus conversaciones, sus peleas, los llantos del bebé, los jadeos en la noche y el ruido de las cerraduras después de las fiestas.
Espléndido John Cheever, sus Cuentos hablan de la clase media americana en los años cincuenta y sesenta, con detallismo de entomólogo, crudo, pero no exento de humor y con un lirismo cautivador. Cócteles inevitables, sutiles borracheras profundas, familias aparentes, homosexualidad oculta, fachadas de cartón para una sociedad engranada entre el trabajo y las normas sociales. La ropa se lava en casa y las grietas de cada uno se cubren educadamente, podando los setos y en un salón cómodo con un bar bien surtido.
Texto, Virginia
Apoyada en la barandilla, ve el semáforo de la esquina cambiando a rojo. Un taxi atraviesa el paso de cebra e impacta con un peatón. En un segundo, una nubecilla fugaz, rosa y gris, se eleva desde el cuerpo inerte.
Ha tenido que salir al balcón para comprobar que el alma existe, sí.
Texto y foto, Virginia
Publicado en Minimundos, con motivo del Primer Festival de Minificción,
Edit. Dentro, dic. 2021
Desde la ventana desguarnecida solo se divisan las ramas que sombrean lo que fue un hueco con espléndidas vistas. Sin alongarse mucho, descansando sobre los asientos de riñón de los que todavía observamos los restos, se contemplarían hace ya un tiempo, los pajeros al pie de la vereda, la era más abajo, y al fondo, el soberbio Roque del Sombrero.
Ahora, sin embargo, nos rodean paredes caídas, vigas desnudas, tejas sembradas por un lado y otro.
Ante un amplio lavadero, podemos imaginar la de gentes que allí hubo, plantando trigo y centeno en las innumerables terrazas que rodean el caserío. “Tierras de pan sembrar” las llamaban, repletas de cereales como base alimentaria y algunas veces también usados como moneda de cambio.
La vida que tuvo el caserío de Magro palpita levemente en los dinteles gastados, las piedras labradas junto a la puerta, los patios con tabaibas y maravillas, las alacenas medio derrumbadas. Y en las cabras y ovejas asalvajadas que nos miran desde lejos, triscando entre andenes, piteras y palmeras.
No deben conocer que somos herederos de quienes vivieron en un paraje de belleza inigualable, sorteando riscos y barrancos, a merced de lo que la naturaleza quisiera entregarles. O quizás nos ven con indiferencia, sabedoras de que no hemos aprovechado tan grande y valiosa herencia.
Texto y fotos, Virginia