Masca las palabras, engulle
las frases, saborea los párrafos, se
bebe los versos. Ingiere capítulos, índices y prólogos. Roe con ímpetu las
hojas, paladeando las portadas y las hojas de guarda.
Nada le es ajeno. Entre bocado
y bocado, sonríe con Fante y llora con Mishima. Flaubert lo enardece,
adora a Highsmith. Invariablemente, sufre con Valente y con Bernhard. Lo hipnotizan
Padura, McCarthy, Modiano, Carter, Oates.
Muerde de unos y otras, con
digestiones a veces lentas y fatigosas, y otras, veloces, esperando al próximo
bocado.
Un lomo, un anagrama, una
reseña, un titular, lo hacen imaginar el banquete ideal una y otra vez:
entrantes de Vila-Matas, primer plato de Melville (traído por Bartleby, of
course), segundo de Yourcenar, uno más -por favor- de Pamuck. Y quizás, si lo anteriores son cortos, un
postrecillo de Durrell, Inoué o Zweig.
En la siesta, las páginas
abanican sus sueños, mientras sus personajes preferidos corren revueltos,
envueltos en el bolo alimenticio que nutre su existencia.
Foto y texto, Virgi