Prodigio
Es la casa de Ogunquit Beach, donde pasé un verano con
mis primos. El mar se remansaba al pasar la lengua de tierra y en los luminosos
mediodías de verano, nuestro baño traía sabor a ballenas, orcas y capitanes
intrépidos. Yo había leído ya El viejo y el mar, Dos años de vacaciones y Moby
Dick. Era mayor que mis tres primos y lo aprovechaba para hablarles de arpones,
disentería, rebeliones y náufragos. Encontramos una tarde una botella con un
desvaído trozo de papel, imposible de leer, pero yo me crecí con el hallazgo,
inventando nuevas historias de barcos, sentinas repletas de ratas, ágiles
grumetes y botellas de ron.
El mar era diáfano como nunca antes lo ví, y la espuma
burbujeaba entre las piedras blancas y los níveos caparazones, pulidos de años
y olas. La casa era espaciosa y entre sus rendijas de madera vieja, se colaba
el airecillo marino, trayendo rumores de sirenas y navíos lejanos.
Un día apareció un hombre, con gorra, caballete,
pinturas, pinceles.
Hipnotizados, nos olvidamos ese día del baño, mirando las
masas de óleo invadiendo el lienzo, sin saber cómo era capaz de plasmar lo que
nosotros no veíamos, si la casa tenía otra forma, el mar siempre había sido
azul como la añoranza y todos estábamos allí, en silencio, unos pasos detrás
del pintor, contemplando absortos el prodigio de la luz y el color.
A partir de ahí, mi mundo se ensanchó y aprendí a verlo
con matices nuevos, leía viendo los paisajes y éstos los veía como si los
leyera nuevamente. Mis primos crecieron, yo no volví a esa casa y el paisaje de
Ogunquit Beach lo contemplé por última vez en un museo de Boston.
Ogunquit Beach, Maine, 1915 (?)
Charles H. Woodbury Bathers
Texto, Virgi