Se divisa la casa ya desde lejos, colgada sobre un altozano
que pareciera podría echar a volar en cualquier momento, tan ligera se la ve
allá en lo alto. Según nos acercamos, el frente luce variado y hasta moderno,
con diferentes clases de piedra que le dan un atractivo distinto a otras
viviendas que hemos visto en parajes similares.
Delante, a unos metros, como una pequeña nave espacial
aparcada sobre unas piedras, un horno precioso, muy bien conservado, nos ve
subir entre escobones, corregüelas y gamonas. Su abertura guarda memoria de
manos y brazos ardilosos, y el caparazón de su cuerpo ha visto pasar cirros,
cúmulos y estratos, lo han acariciado la brisa y el viento, la lluvia, la nieve
y los luminosos cielos azules (como el que por fortuna nos tocó a nosotros).
Este
conjunto de un alto valor etnográfico, está a unas tres horas subiendo desde
Vera de Erques, por un sendero que se prolonga hasta Chavao y Boca de Tauce,
con vistas a la costa y La Gomera, bordeado de algunos pinos zanquiados, granadillos, magarzas floridas, tomillos
silvestres, reductos con vistosas tabaibas y unas muy elegantes cerrajas de
porte arbustivo y tronco de ceniza brillante. Hay en los alrededores un par de
eras, un aljibe donde reluce el agua, huertas, muros, alguna cueva medio
derruida. Si desde el frente se divisa el mar, desde la trasera se ve la cumbre
no tan cercana, y sobresaliendo, El Sombrerito del circo de Las Cañadas.
La
casa tiene un patio rectangular al abrigo del tiempo, todo cubierto de maleza y
malas hierbas, maderas viejas, tejas rotas y un enorme y deteriorado bidón de
plástico que no se explica cómo llegó hasta allí, repleto de basura, una
muestra más de lo poco que valoramos nuestro pasado. Dentro, los cuartos
mantienen el enjalbegado de las paredes y también el cañizo de la techumbre, el piso de cemento
lustroso y algunos restos de puertas. El establo (donde en épocas pasadas se
arremolinaban decenas de cabras) es testigo fiel de pastos, leche, baifitos y
cagarrutas bien formadas. Se conserva un dornajo enorme, sacado de uno de los
pinos de los alrededores, al igual que las vigas que soportan las techumbres,
largas, gruesas, desbastadas a mano hace tal vez dos siglos o más.
El lugar de Pino Redondo me repite la canción con que me
atraen estos sitios, la música sutil– con ritmo apaciguado y espartano- de
épocas pretéritas, de gentes forjadas en la naturaleza y su conocimiento, que
sabían comprender unos códigos que ya nos resulta imposible descifrar.
Texto y fotos, Virgi