sábado, 27 de julio de 2019

Frigiliana, moriscos y cristianos





En Frigiliana el blanco encandila desde lejos y desde cerca. Pero no es una carga para el pueblo mantener inalterable ese color, más bien al contrario, se ha convertido en una orgullosa satisfacción  Lo resplandeciente de las calles y la blancura de los muros, es obra de los propios vecinos, honrados de que el resplandor alcance el mar y compita con su espuma. La pulcritud que exhibe esta villa subiendo por la montaña es tal, que fastidia pisar los adoquines  de sus callejuelas, con adornos serpenteantes de pequeños cantos, sin un trozo de papel o una colilla que enturbie el paso de nuestra mirada a la busca de un desliz.



















Tal blancura se compensa con los colores de puertas y ventanas, azules y verdes de distintas gamas, o con las flores que adornan los rincones, geranios, buganvillas, adelfas. Frigiliana huele a limpio, a pétalos y también a historia. 






Con la historia del pueblo más blanco de Málaga, tan blanco, se confeccionaron unos mosaicos regados por el pueblo donde se narra la rebelión de los moriscos. A mediados del s. XVI, hartos de la excesiva represión religiosa que sobre ellos se ejercía, decidieron levantarse en armas, enfrentándose a un bien avituallado ejército de Felipe II, exactamente en el lugar conocido como el Peñón de Frigiliana, en lo alto del pueblo.





Es este hecho el que explica la existencia de doce mosaicos pegados en las paredes de la villa, donde se cuentan las peripecias de un grupo humano que se asentó allí y en otros pueblos de la zona (La Axarquía), dedicado al aceite, la seda o los higos. Después de la batalla ganada por las tropas castellanas, la familia Manrique de Lara levantó un ingenio de azúcar en la entrada del pueblo, de estilo renacentista -usando gran parte de los sillares del castillo árabe que dominaba la villa-, con esgrafiados en la fachada y otros detalles a descubrir. La construcción destaca por su apariencia solemne, con salones, techumbres y dependencias tal cual eran en la época de la edificación. Está dedicado a la producción de miel de caña, una de las pocas que hay en Europa. La propiedad tiene otro inmueble a unos metros de distancia, de patio enlosado y grandes vigas, la Casa del Apero, desde donde se aprecia una bonita vista del pueblo, ubicándose en su interior el Museo Arqueológico.





Apostados en su azotea, vemos cómo la villa se encarama por el peñón y lo pinta de nieve con olor de azahar, mientras el Mediterráneo le devuelve el reflejo a través de un cielo azul y virginal. Estamos en Frigiliana.


 Texto y fotos, Virginia