sábado, 21 de octubre de 2017

El Pris


Ese rincón de Tenerife, batido vorazmente por el océano invernal, cuna y cobijo de pescadores, guarda para mí una cantidad ingente de vivencias entrañables. 



En la casa que construyó mi abuelo, allá por los años veinte (de las primeras que como tal allí se levantaron), la que más tarde perfeccionó mi padre, y que nosotros hemos conservado casi igual, pasamos veranos de ricos recuerdos y aprendizajes vitales; no en vano, a dos pasos, en el varadero, empezamos a nadar (con la ayuda de Nice, mayor que nosotros, que se movía como una sirenita morena y bella), a mariscar, a saber de los peces de orilla (fulas, pejes verdes, lisas) o los que traían de más lejos (viejas, morenas, catalufas, sargos, samas, chicharros, sardinas, bogas, palometas, meros, salmonetes) y a alternar con los pescadores y sus aparejos (nasas y pandorgas, trasmallos, anzuelos, mirafondos), hasta el punto que de algunos de ellos podríamos ser parte familiar, como señor Nené, sonriente, descalzo, y su “¡Mucho camarón, niña, mucho camarón!”, frase recurrente tanto para si había gente nueva, ocurría algo extraño o hacía viento. Frágil de apariencia, pero recio de armazón, se paseaba con las manos a la espalda desde El Llano hasta el Charco de los Muchachos, repartiendo esas palabras a unos y otros,  que  tanto podía ser un saludo, como una notificación  ambiental. 

Hubo también otros personajes que cautivaron mi corazón infantil: señor Félix, mirada pícara y carita rozagante, de apuestos descendientes; Carmen la Grande, cargando a la cabeza la cesta de pescado, de donde salían, olorosos, mujos amarillos que lo refrescaban: “¡A las bogas, a las bogas!”;  seño Elicio, con familia menuda y rubia; seña Mauricia, como una matrona, de negro y silencio; señor Miguel, algo encorvado y de pocas palabras; Juan Papita de prole gentil y sonriente; Antonino y Pilar -llamativa mujer- en la cueva bajo la ermita, él, todo un tipo de novela (cuando mucho más tarde me enamoré de Corto Maltés, pensaba que podría haber salido de alguna de sus aventuras), con las planta de los pies bien curtidas al no usar calzado, aparte de aprovechar el dedo gordo como sustento donde amarrar el hilo que usaba para remendar pandorgas y redes.



En El Pris conocimos los primeros amores y las noches al arrullo de un par de guitarras; un cubo de agua de la cabeza a los pies para “aclararnos” del agua salada; las sábanas, ásperas del ambiente salitroso; las piedras resbaladizas, y las secas, grandes, para saltar de una a otra; los charquitos con cangrejillos y burgados, y los charcos mayores, que escondían algún pulpo o agudos erizos. Venían los paquetes deslumbrantes que mi madre nos enviaba en la guagua, para que mis hermanas no perdieran tiempo cocinando. 

De esas cajas que íbamos a buscar, un día mi hermano Cristián, y otro yo a la parada final (“hoy te toca a ti, que yo fui ayer”, “no, ayer me tocó a mí, hoy vas tú”, y así hasta que intervenía Maya, a quien teníamos en gran consideración), surgían higos picos y moras en lecheras o fiambreras de metal –para que llegaran frescas-, ciruelas, peras trigueras, arroz amarillo, croquetas, galletas, potajes, queso, huevos, jícaras de chocolate…



Conserva todavía esa casa un entramado de vigas que colocaron unos obreros siguiendo el plano pormenorizado que mi padre había hecho, todas en paralelo, menos tres o cuatro en abanico, para abarcar la superficie irregular del techo, y aún hoy, lucen esas maderas al entrar como recién puestas, a pesar de ya no se pudo colgar el remo donde nos columpiábamos, queriendo alcanzar el viejo tejado de mi abuelo, donde en las noches de verano, caminaban sigilosas las salamanquesas, se colaban las cucarachas y hacían nido algunos grillos. Una colocación exacta que coincidía con lo programado, tornillos, tuercas, clavos, maderas…todo en el sitio correcto, como no podía ser de otra forma, dada la cabeza organizada de mi progenitor.



Tiene también numerosos objetos de esa época y cuando abro la cómoda -posiblemente centenaria-, limpio las caracolas o uso algún cacharro, las células de todos esos elementos se remueven desde sus entrañas y exhalan un aroma antiguo, de salitre, viento y olas, que me conmueve y me lleva lejos, a aquellos estíos minimalistas, donde había que ir a buscar agua al motor de El Sargo, con el ruido perenne y la charca enorme (“¡ni se les ocurra asomarse!”) o a la cueva donde manaba un líquido salobre. Me llevan a la Urraca y al Garajao, a Laja y a La Caleta, al Burrillo, el Frontón y el Charco de los chochos. 

Y yo voy y vengo en un santiamén a todos esos lugares, en un vuelo de memoria, dulce como la infancia, como el chocolate que nos enviaba mi madre en aquellas guaguas de antaño, renqueantes, rojas y blancas, sudorosas al subir los repechos. Voy y vengo, y en mis recuerdos saltan los gueldes relucientes, esperando que un sucesor de señor Neñé venga a cogerlos, alguno cariñoso y auténtico como siguen siendo, tan cercanos cual si fuéramos parientes.



En ese vuelo donde el tiempo es un suspiro, oigo a los bucios que me llaman entre marea y marea, y aunque yo prefiero lanzarme con la pleamar, para hundirme en ella como si fuera un pescadito –igual que mi madre con su brinquillo característico que ninguno de nosotros logramos imitar-, me abro paso entre el agua, dejando que ella me lleve a un mundo que va conmigo desde antes de nacer.






Texto y fotos, Virgi

Septiembre 2017