Ese rincón de Tenerife, batido
vorazmente por el océano invernal, cuna y cobijo de pescadores, guarda para mí una
cantidad ingente de vivencias entrañables.
En la casa que construyó mi abuelo,
allá por los años veinte (de las primeras que como tal allí se levantaron), la que
más tarde perfeccionó mi padre, y que nosotros hemos conservado casi igual,
pasamos veranos de ricos recuerdos y aprendizajes vitales; no en vano, a dos
pasos, en el varadero, empezamos a nadar (con la ayuda de Nice, mayor que
nosotros, que se movía como una sirenita morena y bella), a mariscar, a saber
de los peces de orilla (fulas, pejes verdes, lisas) o los que traían de más
lejos (viejas, morenas, catalufas, sargos, samas, chicharros, sardinas, bogas,
palometas, meros, salmonetes) y a alternar con los pescadores y sus aparejos
(nasas y pandorgas, trasmallos, anzuelos, mirafondos), hasta el punto que de
algunos de ellos podríamos ser parte familiar, como señor Nené, sonriente,
descalzo, y su “¡Mucho camarón, niña, mucho camarón!”, frase recurrente tanto
para si había gente nueva, ocurría algo extraño o hacía viento. Frágil de
apariencia, pero recio de armazón, se paseaba con las manos a la espalda desde
El Llano hasta el Charco de los Muchachos, repartiendo esas palabras a unos y
otros, que tanto podía ser un saludo, como una notificación ambiental.
Hubo también otros personajes que
cautivaron mi corazón infantil: señor Félix, mirada pícara y carita rozagante,
de apuestos descendientes; Carmen la Grande, cargando a la cabeza la cesta de
pescado, de donde salían, olorosos, mujos amarillos que lo refrescaban: “¡A las
bogas, a las bogas!”; seño Elicio, con
familia menuda y rubia; seña Mauricia, como una matrona, de negro y silencio;
señor Miguel, algo encorvado y de pocas palabras; Juan Papita de prole gentil y
sonriente; Antonino y Pilar -llamativa mujer- en la cueva bajo la ermita, él, todo
un tipo de novela (cuando mucho más tarde me enamoré de Corto Maltés, pensaba
que podría haber salido de alguna de sus aventuras), con las planta de los pies
bien curtidas al no usar calzado, aparte de aprovechar el dedo gordo como
sustento donde amarrar el hilo que usaba para remendar pandorgas y redes.
En El Pris conocimos los
primeros amores y las noches al arrullo de un par de guitarras; un cubo de agua
de la cabeza a los pies para “aclararnos” del agua salada; las sábanas, ásperas
del ambiente salitroso; las piedras resbaladizas, y las secas, grandes, para
saltar de una a otra; los charquitos con cangrejillos y burgados, y los charcos
mayores, que escondían algún pulpo o agudos erizos. Venían los paquetes deslumbrantes
que mi madre nos enviaba en la guagua, para que mis hermanas no perdieran
tiempo cocinando.
De esas cajas que íbamos a buscar, un día mi hermano Cristián,
y otro yo a la parada final (“hoy te toca a ti, que yo fui ayer”, “no, ayer me
tocó a mí, hoy vas tú”, y así hasta que intervenía Maya, a quien teníamos en
gran consideración), surgían higos picos y moras en lecheras o fiambreras de
metal –para que llegaran frescas-, ciruelas, peras trigueras, arroz amarillo,
croquetas, galletas, potajes, queso, huevos, jícaras de chocolate…
Conserva todavía esa casa un
entramado de vigas que colocaron unos obreros siguiendo el plano pormenorizado
que mi padre había hecho, todas en paralelo, menos tres o cuatro en abanico,
para abarcar la superficie irregular del techo, y aún hoy, lucen esas maderas
al entrar como recién puestas, a pesar de ya no se pudo colgar el remo donde
nos columpiábamos, queriendo alcanzar el viejo tejado de mi abuelo, donde en
las noches de verano, caminaban sigilosas las salamanquesas, se colaban las
cucarachas y hacían nido algunos grillos. Una colocación exacta que coincidía
con lo programado, tornillos, tuercas, clavos, maderas…todo en el sitio correcto,
como no podía ser de otra forma, dada la cabeza organizada de mi progenitor.
Tiene también numerosos
objetos de esa época y cuando abro la cómoda -posiblemente centenaria-, limpio
las caracolas o uso algún cacharro, las células de todos esos elementos se
remueven desde sus entrañas y exhalan un aroma antiguo, de salitre, viento y olas,
que me conmueve y me lleva lejos, a aquellos estíos minimalistas, donde había
que ir a buscar agua al motor de El Sargo, con el ruido perenne y la charca
enorme (“¡ni se les ocurra asomarse!”) o a la cueva donde manaba un líquido
salobre. Me llevan a la Urraca y al Garajao, a Laja y a La Caleta, al Burrillo,
el Frontón y el Charco de los chochos.
Y yo voy y vengo en un santiamén a todos
esos lugares, en un vuelo de memoria, dulce como la infancia, como el chocolate
que nos enviaba mi madre en aquellas guaguas de antaño, renqueantes, rojas y
blancas, sudorosas al subir los repechos. Voy y vengo, y en mis recuerdos
saltan los gueldes relucientes, esperando que un sucesor de señor Neñé venga a
cogerlos, alguno cariñoso y auténtico como siguen siendo, tan cercanos cual si
fuéramos parientes.
En ese vuelo donde el tiempo
es un suspiro, oigo a los bucios que me llaman entre marea y marea, y aunque yo
prefiero lanzarme con la pleamar, para hundirme en ella como si fuera un
pescadito –igual que mi madre con su brinquillo característico que ninguno de
nosotros logramos imitar-, me abro paso entre el agua, dejando que ella me
lleve a un mundo que va conmigo desde antes de nacer.
Texto y fotos, Virgi
Septiembre 2017