Tan ratiño pa’ sus cosas, que se
enguruñaba en el catre y no le veías ni el totizo. Siempre andaba como
esmorecido y aparte de retaco, era un golifiento. Si le daba la venada,
preguntaba de esta y aquél, pero sobre sí mismo, apenitas. Y pa’ un
convite, ya le digo, se apretuñaba el
bolsillo y no soltaba ni medio duro. Encima, era un ñanga y un pejiguera, como
decía mi padre: “Chiquito enjergo este pendejo”.
Un día le dio un mal aire y se
quedó sarsaliando, con las bembas encarnadas y un zarpullido en los brazos. Nos
dijo que había sido por unos chochos y unas sardinas saladas en la venta de
seña Rosa. Más bien pensamos que era de los chingos de vinote viejo con gofio
ácido que tenía en la alacena, ¡cruz, perro maldito, vaya un hombre trafullero!