martes, 27 de abril de 2010

Azules

Oí cómo ella le decía:
-Me gusta el azul.

Por encontrarlo, allá se fue él.

Azul del arco y la sombra.


Espuma del mar azul.


Un rosario de cuentas sobre el cielo.

Redes para atraparla.
A ella.


Tocó a la puerta.


Los azules le desbordaban las manos.
Ella le dijo:
_Me gusta el verde.





Fotos, Virgi

miércoles, 21 de abril de 2010

Puertas

Volví a la casa donde la había conocido. No ví los gatos durmiendo al sol, ni al perro que gruñía por puro formalismo. Seguían los geranios, las calas y las magarzas, con los pétalos relumbrando en una primavera anticipada. El patio en el que me aguardaba, tampoco tenía pequeñas hierbecillas entre las lajas relucientes. Por la puerta, casi desencajada, un tenue haz de luz donde titilaba el polvo adormecido que se despertó con mis pasos.

Era el lugar en el que me contaba de su infancia, entre cabras, barrancos, huertas con higueras y almendros. Y de su juventud sin escuela, caminando de unos caseríos a otros donde vendía quesos y verduras. Para luego comprar aceite, azúcar, café. La cocina, un cuartito acogedor, con las paredes tiznadas de cocinar con leña, tenía una pequeña mesa con un hule de flores y varias sillas y banquetas desiguales. Allí conocí palabras como “noriegas”, “camocho”, “empericosado” y probé sus potajes de berros, cogidos en la humedad de la fuente cercana y donde fui tantas veces a jugar con los niños.
_ Si por fuera de una casa, ves ropa tendida, es que hay gente, me dijo un día, con ese sentido de síntesis que tienen los ancianos y que a nosotros nos parecen inútiles obviedades.

Por eso supe que ya ella no estaba. Quizá había dejado las trabas de la ropa para que yo las viera al llegar. Aún así, bajé a la cueva donde guardaba las papas, el pequeño tonel de vino de su cosecha, una cómoda desencajada, y en la puerta, la cruz que alejaba los infortunios.


Todo era un rumor de su ausencia, seguramente de negro, encorvada y con bastón, tal como la conocí.

Las pinzas cuelgan de la liña, amontonadas por el viento del sur, desvaídas.

No puedo saber cuánto hace que partió, pero todo lo que ella tocaba, con candor, me entona una despedida.


Fotos Virgi,

(sur de Tenerife)







jueves, 15 de abril de 2010

Pregunta


Matteo, hermoso muchacho,

te ví en aquella capilla oscura, rodeado de ángeles y de personajes, en un Descendimiento abigarrado, luminoso, pintado por el Pontormo El fulgor inesperado de sus colores iniciaba una bifurcación en el sendero deslumbrante del Renacimiento. Arriba, en las lunetas, los apóstoles de Bronzino

Uno de ellos, tú, con un pergamino en la mano y el querubín que te admira… (¿o te protege?)...me llamaste. Te miré. De tus labios entornados salía un cántico. ¿Por qué pensé que era mi nombre? Tal vez deseaba quedarme a tus pies escuchando la melodía, que, como un mantra, repetías. O no era una cuestión de alma, sino de cuerpo.

Y no quería pensarlo. No en el rincón sombrío desde donde te asomabas a la vida. No. Me hubiera gustado encontrarte en el Puente Vecchio, pasear sobre los adoquines florentinos y acariciar tu torso desnudo a las orillas del Arno, terso y brillante como tu piel.

No era a mí a quién llamabas. Sería una alucinación o una forma del síndrome de Stendahl, nunca lo supe. Lo cierto es que pareces escapar cuando aún te contemplo.

Dime:

¿Hubieras huído conmigo?



San Matteo, de Agnolo Bronzino
Iglesia Santa Felicita, Florencia

viernes, 9 de abril de 2010

Sicilia


Estuve en Sicilia hace unos años. Era verano y la isla desprendía un calor de volcán. Con Nicolás de Staël rememoro los mosaicos dorados de Monreale, los campos heridos por el sol de agosto, marrones, yermos. Y en lo alto de Segesta, el templo, sereno y abierto al cielo, donde se acunaba el mediodía ardiente.
Sola, con el canto de las cigarras, y un verdor inesperado de pinos en la lejanía, me senté a la sombra de las columnas dóricas. Algunas lagartijas corrían tímidamente entre las piedras y los siglos.



Abajo, detrás de una loma, esperaba el teatro, divisando el mar, con esa sabiduría que los griegos imprimieron a sus construcciones. El aislamiento y el silencio del templo me conmovieron. Tal vez era éste el panorama que el pintor vió cuando yo aún no había nacido, rojos de fuego, amarillos de oro, negros de batallas, violetas de muerte. En el horizonte lejano, se destacaba una línea difusa, el Mediterráneo de nuestros comienzos. Sobre la colina, un templo. Incólume, tras las batallas, las ciudades, los siglos, los ritos. Ritos como el del nadador, lanzándose firme al vacío. O las ciudades, como Agrigento, piedras y dioses, gigantes dormidos. Y Selinunte, casi bañada por el mar africano. Recorrí lugares al peso del sol, pueblos recónditos y dormidos, paisajes donde veía a las mujeres solas, tan solas aún, y a Visconti, en los campos infinitos del Gatopardo.
Mis ojos reconocen en la pintura algo de esa isla que conocí en parte. Los colores reverdecen los recuerdos y en los trazos, veo las líneas que fueron dejando los pobladores de un lugar espléndido, cimentado entre la lava y el mar, lugar de paso y de arraigo, azotado por las inclemencias de la tierra y de los hombres. Una isla seductora, plagada de tesoros y abandonos.




Nicolás de Stael, Sicilia, 1954
Museo de Grenoble

Templo de Segesta
fotografía de la red,
grabado s.XVIII

lunes, 5 de abril de 2010

Cita

-¿Nos vemos en la roca?, preguntó un pulpo.
-No, mejor, en el sebadal, contestaron las samas.
Allá se fueron todos.

Se movían las algas en una danza lenta y sensual. Los peces jugaban a enroscarse entre ellas, y los pulpos, con sus ojos enormes, escribían a ocho manos sobre el fondo arenoso.

Los hombres, silenciosos, se acercaban.
Terminó la fiesta, acabó el juego, pulpos y samas brillaban al sol, donde nunca pensaron encontrarse.





Fotos Virgi
Mercado en Egina