martes, 26 de enero de 2010

Paisaje interior




Ese era todo el paisaje que veía cada día. Imágenes borrosas a través de un viejo cristal. Quizá idéntico a cuando se contemplaba a si mismo, figuras confusas, contornos sin definir.
El tiempo que llevaba mirando hacia fuera era igual que el que había pasado indagando en el interior. Al final de su vida, nada le llamaba la atención, los recuerdos eran trozos inconexos, algunos más coloreados que otros, pero sin urdimbre entre ellos.
Cuando la lluvia batía contra los cristales, formando con las gotas un caleidoscopio mágico y cambiante, deslizaba las yemas de los dedos sobre el vaho de su aliento, y le parecía que aún tenía algunas posibilidades, algunas ideas que llevar a cabo.
Cuatro paredes, una ventana, unos rayos de luz al ocaso refulgiendo en el tapiz que colgaba de la pared. En esos momentos, el ámbar iluminaba y doraba la estancia. No más, unos momentos de ensueño, gracias al atardecer, al cristal y al sol.
Si llovía, jugaba a las combinaciones de formas y colores en los cristales. Si lucía el sol, esperaba el momento mágico de la tarde.
Una ventana translúcida, la luz del sol, la lluvia. Cruzando el río, un pueblo, tejados rojos, tal vez nubes. Retazos de un mundo al que nunca más quiso volver.








Fotos, Virgi
Meissen, enero 10

miércoles, 20 de enero de 2010

Mascarón

Buscaba el marino la sirena que lo había encantado entre las olas. Recorrió mares y océanos, estuarios, deltas y ríos, golfos y bahías, arrecifes, islas solitarias, peñascos en medio de la bruma. Nada encontró.
En la penumbra de sus días, copia mapas antiguos de costas desconocidas e inalcanzables, o vaga entre las tabernas de los muelles, por si oye una nota, una frase, un eco de un eco.
Una mañana de invierno, mientras camina por un parque blanco de nieve recién caída, atisba entre los setos enmarañados, un fulgor de oro, reflejo inusitado en un invierno crudo y sin luz.
Sí, era ella, mitad mujer, mitad pez, aferrada a un cuerno dorado, mascarón de proa frente a las aguas. La tocó, la llamó, la acarició. Le besó las escamas grises, las caderas heladas, el pelo enroscado, en sus manos la abundancia.
De nada sirvió. Ya no era igual a aquella que lo había hechizado.


Volvió el marino a sus mapas, a su cartografía imaginaria. No pasea por los puertos, ni escucha las historias de los viejos navegantes. Desde la buhardilla donde ahora vive, divisa a la sirena, atrapada entre los setos y la nieve. 
Aunque un río discurre muy cerca, nada la hará llegar hasta el mar donde el marino la amó.





Por el mar, con el mar.
Para Zenyzero


Fotos, Virgi
Dresde, diciembre 2009

jueves, 14 de enero de 2010

Matematicasas II





Se entretenía contando las piedras. Otras, las varillas de las celosías. Así pasaba el tiempo, enumerando incluso las tejas del alero. Al día siguiente volvía, se sentaba en una esquina e intentaba cuadrar los números en su cabeza… ¿eran pares las varillas e impares las tejas?... ¿eran un número primo las piedras labradas de la acera, donde parecía que las olas iban a dejar algunos pececillos en cualquier golpe de mar?
Tanto juego con las matemáticas más elementales se le aparecía como un pretexto para volver una y otra tarde al rincón de la infancia, cuando sus abuelos aún vivían y le dejaban jugar con los gatos, con el perro grande y tranquilo, con los periquitos besándose sin pudor.
Mientras las galletas se le deshacían en la boca, jugaba con el abuelo al trompo, a los boliches, a las cartas, al parchís.
Aquélla, la casa de de su niñez vespertina, lejanos momentos entre juegos y complicidades. Allí aprendió a sentarse sintiendo el tránsito de las horas, a la par que oía historias de barcos de vela, naufragios, mascarones de proa como sirenas y sirenas que gemían al alba. Entre unos y otras, reían las tablas de multiplicar, sumaban y restaban piedrecillas, burgados y conchas de ermitaños.
El amor a los cuentos y a los números le corría parejo por las cuatro extremidades. Mientras charlaban en la rampa, su abuela les traía la merienda y juntos volvían a ver en la bandeja números y figuras geométricas, líneas paralelas y oblicuas.
Ahora que no hay nadie allí para entretener sus tardes de colegial con padres ocupados, él vuelve al lugar donde aprendió a desentrañar los primeros códigos, retomando entre las piedras, las tejas y las ventanas, el efluvio de la ternura y la serenidad de la vejez. La casa aún conserva todo lo que por fuera le entretenía, pero por dentro la ausencia cruza las puertas y se duele tras las ventanas. La fachada le canta una tenue canción de soledades y abandonos, mientras él torna a descifrar los signos donde latía su infancia.

viernes, 8 de enero de 2010

Una pared




Una pared.
Hermosa, antigua, sólida.
Impasible, ve pasar el tiempo,
la lluvia, las estaciones.

Entre las oquedades, se refugian latidos inesperados.
Lagartijas, ciempiés, arañas,
tizones de escamas verdinegras.
A sus pies, circula la gente.
Hablan, corren, pasean, leen, escriben, lloran.
La pared permanece, hablando con voz queda.
Breves las palabras.
Hondas, nítidas.
Como un licor natural, destila gotas de sabiduría
y prestos, los animalillos las absorben.
Vuelan las mariposas y se posa un cernícalo.
Alrededor crece la vida
y la pared nos contagia de su firmeza.


Para Ybris, cordura y lucidez
más allá de las palabras.

domingo, 3 de enero de 2010

Semáforo rojo




Me arrimé al hueco de un portal y encendí un cigarrillo. Mi cuerpo temblaba, no de frío, tampoco de miedo. Un sentimiento inexpresable me recorría.
Se movían las nubes, como sábanas sacudiendo el polvo de la luna.
El tenue balanceo de la farola parecía acompañar mis pensamientos. El semáforo estuvo en rojo largo tiempo, en ese momento no pude saber si alguna vez había existido otro color que no fuera el de la sangre.
Un poco más lejos, la aguja de una iglesia se perfilaba contra una luz lejana.

Caminaba en la ciudad solitaria, fabricada a mi medida en aquella noche sin vida. Ni una ventana, ni un visillo, ni un gato, fugaz y salvaje.
Apoyado en el quicio del portón, fumaba y pensaba. Nada había que me hiciera desear el alba. Y el semáforo en rojo volvía a recordarme la sangre.
La sangre que goteaba sobre la calzada, luego subía al pretil y continuaba por la acera hasta llegar a un banco, en una plaza silenciosa y oscura. Allí, en reposo y para siempre, había un hombre, casi un anciano. De la yugular le manaba un tenue hilo de vida, seguramente la última que recorría su cuerpo. Me agaché y le palpé la frente. Tímidamente encogido y aún tibio, había ido a morir allí, como si la plaza fuera su lugar y el banco la cama que lo abrigase. Vestía un abrigo oscuro y debajo un chaleco gris, de donde le colgaban un par de pequeños eslabones de una leontina de oro.
Deduje que el reloj que le faltaba habría sido la razón de su muerte. Pero no me bastó ese razonamiento. Tenía un corte limpio en el cuello, más propio de un asesino experimentado que de un ladrón de prendas.
Oí unos gritos: “¡Allí, allí, el asesino está allí!” Mientras huía de los gritos, de la sangre que formaba un charco oblongo y espeso debajo del banco, me abotoné la chaqueta. Al hacerlo, algo cayó al suelo, tintineando.
Me agaché: una daga afilada y sucia, se enroscaba entre la cadena de un reloj de oro.

Sigo fumando en el portal. Espero que la luz del semáforo cambie a verde.




Georgia O'Keeffe
Calle de NY con luna, 1925
Museo Thyssen Bornemisza