sábado, 31 de octubre de 2009

Manos en el muro




Las manos en el muro de Berlín marcan la huella del deseo. Del deseo por traspasarlo. O por abatirlo. Por empujarlo violentamente o por reblandecerlo de ternura y dejarlo caer, suavemente, como una pesadilla de algodón, casi en silencio. Las manos de colores que vi en Berlín hace diez años, me tocaron la piel de la tristeza. Era ya un muro a tramos, coloreado, vendido en minúsculos trozos como una reliquia de la intolerancia, como un souvenir del ridículo, como un recuerdo sin precio de los que sufrieron y murieron por/sin/al atravesarlo.
Las manos consiguieron que cayera, dejando crecer la vida a ambos lados. Ahora el muro son paredes burdas y brutas, altas e inabordables. Hay huecos por donde miras a una parte y tal vez desde la otra, alguien te mira a ti. Cerca de esos huecos, nadie con un fusil, ni con un arma contundente, tampoco hay un reflector para iluminar la escena. Se abrieron pasos, se tiró el muro, cambiaron los actores y los jefes de la parodia. Entre un lado y otro quedaron los que querían salir y entrar sin permisos, sin burocracia, sin conciencias que los doblegaran. Allí quedaron, gloria y honor a los espíritus libres.
Las manos que vi sobre el muro de Berlín me hablan cuando vuelvo. Me cuentan historias de parejas, de jóvenes, de gritos, de disparos en la noche, de sueños y llantos, de territorios divididos por hierro y cemento. Me hablan de deseos, esas manos. Y yo deslizo las mías por la pared decorada y turística, y con sólo un paso entro en un parque, o me siento en una plaza, o cruzo la calle. Y crece el verde. Y la fronda se renueva. Y los niños juegan, riendo.








Fotos: Virgi, Berlín 1999

viernes, 23 de octubre de 2009

Leer, leer, leer (6)





Siempre me han cautivado los libros. Ya de pequeña leía todo lo que caía en mis manos: cuentos, vidas ejemplares, colorines, revistas…A escondidas, cogía las novelas de mi madre: El hombre que ríe, El jugador de ajedrez, El amor de un antepasado mío, Los hermanos Karamazov, Hambre, Lo que el viento se llevó, El misterio del cuarto amarillo, Don Juan Tenorio, El clavo…
Luego me llegaron los libros de mis hermanas, poco más que adolescentes y conocí así otras letras, otros mundos, otros pensamientos, poesía, literatura mágica, realismo.
De aquella época de la infancia, cuando mi hermano y yo éramos socios de la Ballena Alegre (¡lejanos tiempos!), surgen algunos personajes que me traen un sabor delicioso, un hormigueo que no puedo definir bien, melancólico y aventurero, tierno y misterioso, como un tobogán al que te subes y vas deslizándote mientras pasan a tu vera las imágenes que aquellas lecturas te produjeron.

Una de esas historias maravillosas fue “Rasmus y el vagabundo” de Astrid Lindgren. En Suecia, un niño vive en un orfanato y, cansado de sus días tristes, se escapa con un músico callejero que recorre los caminos, las granjas y los pueblos con su acordeón.
La historia es de una ternura extraordinaria. Por un encadenado de situaciones, llegan a un pueblo solitario a la orilla del mar, escondiéndose de unos bandidos. Al fin se libran de ellos y la historia termina felizmente.

Casi cincuenta años después de sufrir con Rasmus a la orilla de un mar imaginado, encuentro la misma aldea abandonada, el malecón de madera, las casas superpuestas, los techos oscuros, las calles vacías. Y hasta los ojos de los malhechores, como si fueran ventanas, escudriñando mi recorrido. No veo yo aquí lo que Egon Schiele pintó, una ciudad junto al río. Veo al Rasmus de mi infancia, trastabillando entre tablones viejos, rocas y silencio, mientras la maldad lo persigue. Veo el instante mágico en que se salva, el trascendental momento en que logra salir a la luz, la ocasión deseada de vivir, al fin, la vida soñada. Veo y siento al Rasmus que, cansado de coger ortigas y de que sólo adoptaran a niñas con rizos, se larga por los senderos de Suecia, buscando su lugar en el mundo. Un mundo que para mí, en la infancia lejana, era, sobre todo, leer, leer, leer. Y que ahora revivo, entre los muros de un pueblo enigmático y sugerente, que espera ser habitado aunque sólo sea con los trazos del recuerdo.






Óleo de Egon Schiele
Casas junto al río. La ciudad vieja, 1914
Museo Thyssen-Bornemisza

viernes, 16 de octubre de 2009

La espera





Me dijo que volvería.
Que sólo iba a la plaza, donde los niños juegan.
Ahora la espero cada día.
Expectante, observo los tejados, las cornisas y los balcones.
No sé qué más puedo hacer.
He recorrido las calles, deslizándome sobre los adoquines húmedos, en la madrugada.
Me asomé también a los zaguanes oscuros, olorosos.
Incluso estuve una tarde en la catedral, cuando amarilleaban las vidrieras.
Sólo me tropecé con unas ancianas que dormitaban en un banco.
Las gentes del barrio nos conocían, pero nadie dice nada de ella.

Me aposto en la ventana, huelo, maúllo, araño, observo.
La espero al mediodía, con el sol calentando las tapias y las buganvillas.
De noche, con las estrellas guiñándome su luz.
Al amanecer, cuando recorro los muros y las tapias.

La espero y aguardo, mientras los paseantes me dejan clavado en sus ojos de metal
y me llevan a sitos extraños, como éste, desde donde me miras.
Si la encuentras, dile que aún la espero.














(fotos: Virgi, La Palma)

jueves, 8 de octubre de 2009

El guardián caído




Cayó el guardián.
Frente al tintineo de las joyas.
Junto al pozo de las verdades.

Cayó el guardián y ya no tuvimos más opciones.

Sí, él.
Con su coraza.
Y su yelmo.
Y su armadura reluciente.
Si él cayó,
¿quién nos defenderá frente al mundo?

Cayó el guardián.
Clavó su espada en la tierra.
Hincó la indoblegable rodilla
y el guantelete que nos protegía,
se hundió en el barro.

La soledad serpentea ahora entre las grietas del alma.




Dibujo de Matthias Grünewald
"El guardián caído", 1515