viernes, 25 de diciembre de 2009

Símil

De mi árbol de Navidad colgué un corazón. Sangraba y lo aparté. Quedó el piso manchado de rojo. Un granate espeso y tibio.
Colgué luego una estrella. Su luz mortecina atraía las mosquillas.
Algo más tarde, encontré unas bolas doradas. El brillo era opaco, con grietas por donde salía el plástico de las entrañas.
Lo rodeé de hilos de plata, regalo de la luna nueva. Se quebraron como hojas de otoño. Acurrucado en las ramas, sonreía burlón un gnomo de barba larga y cachetes sonrosados. Cuando quise atraparlo, se escabulló entre las grietas de la corteza. Hastiada de tantos inconvenientes, salí a la calle.

Y allí estaba, floreciendo para mí, solsticio de invierno con escamas de sol.





jueves, 17 de diciembre de 2009

Lejos




Arriba, más arriba.
Allí están los colores.

Por encima de las casas,
de las montañas,
de las nubes.

Lejos de nuestras manos.
Lejos de las miserias.
Lejos de la basura que inunda las ciudades.

Lejos de las monedas.
Lejos de la sangre.
Lejos de las traiciones.

Arriba, lejos,
inalcanzables,
están los colores.



(Para ti, Aminetu, un arco iris de vida)

domingo, 6 de diciembre de 2009

Tu bandera, Aminetu Haidar







S solos sufriendo seres

A abandono ataque angustia alma

H huecos heridas hálito hastío hogar

A abierto abrazos abrigo acunar ancianos

R rotos rumiar reír rencor ritos

A acaso


L lejos luz libres lumbre lucha

I ilusiones inhumano

B bocas besos banderas

R rabia

E espacio elección encuentro esperanza



Esta mujer, frágil y fuerte, dulce y segura,
con las manos vacías y un espíritu que rebosa dignidad,
me enseña el significado de la lucha por sus convicciones.

Después de varios meses, repito bandera y palabras,
enriquecidas por su rostro sereno y libre.
Aminetu Haidar, gracias por tu ejemplo,
espero que tu sonrisa la sigan disfrutando los que te aman.

martes, 1 de diciembre de 2009

Simetría asimétrica

Me enamora la simetría asimétrica
¿O es la asimetría simétrica?
Entre una y otra cazo los rectángulos y las verticales, las diagonales y los cuadrados.
Las sombras son oblicuas y cargan con rombos y romboides.
Entre las plantas se despliegan círculos, elipses y coronas circulares.
Yo busco la geometría entre los muros y las puertas.
Compruebo las ventanas con sus fechillos perpendiculares, y los balcones, aéreos y equidistantes.
Me doy de bruces en las losas del patio, ninguna es regular.
El alféizar descubre un polígono, sonriendo entre hipotenusas.
Entro y salgo, cruzo líneas rectas y quebradas, onduladas en el tejado y espirales en los parterres.
En los escalones, paralelos y desgastados, las vetas se entrecruzan, rompen mis esquemas.
Suspiro y aparece una escuadra, gimo y se escapa un compás.
Busco la salida, dando tumbos entre números impares.
Desde lo alto, alguien se despide: la esfera, oronda en su perfección, saluda con su séquito de conos, pirámides, cubos y prismas.
Alzo mi mano y las fracciones me abandonan, cantando.

Cuando vuelvo la vista atrás, sólo veo una casa.




Foto, Virgi
La Palma, 2009

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Combate





Es la roca.
Lava pulida desde milenios.
Y es el mar.
Primigenia materia que nos envuelve.
En su batalla infinita nada les turba.

La piedra, serena y segura, sabe de batallas.
¡Ah, del volcán que la fraguó, ardiente!
Nada grave espera. Sólo el pie grácil de una muchacha, el pensamiento del pescador, la huella del niño que busca cangrejillos.

El mar, la mar.
Se mueve con la luna, con el viento, con la brisa y con las tormentas.
Con todos se enfurece y a todos enamora.
Allá va la ola, cabalgando sobre azules, blancos y verdes.
Aquí llega, delicada y silenciosa, altiva, poderosa, rugiente y nevada.

Mar y tierra. De ambos somos y a ambos volveremos.
¿Será esa su contienda?







Fotos Virgi
La Punta 09

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Girar




Pequeño joven ¿con qué sueñas?
¿con el reflejo de tu mano sobre el barniz luminoso?
¿con la ciencia que aguarda por tus pensamientos?
¿o es la carta que espera ser escrita?
Me gustaría pensar que entre tu mirada y tus manos no hay tanto espacio como parece. Que no has descubierto aún lo imposible entre el deseo y el hecho. Que ese pergamino no esconde la pesadumbre de la tarde, ni que tampoco guardas en la gaveta tus sonrisas favoritas.

Te veo y los marrones anegan la escena. Nunca supe si el marrón es frío o cálido. Y ahora contigo vuelvo a la duda.

Algo vivo falta, pequeño joven.
Observo desde el umbral y mi sombra no te alcanza.
Tal vez sea la peonza, la que como los astros, gira y gira, arañando y girando, mientras la observas y ya sabes que ese trozo, es la vida, que danza.



Óleo de Jean B. S . Chardin
Retrato de Auguste Gabriel Godefroy, 1741
Museu de Arte de São Paulo

domingo, 15 de noviembre de 2009

Running Legs, New York




Pasos.
Triángulos efímeros
entre la multitud.




Fotografía de Lissette Model
(Viena 1901/ NY 1983)
Fundación Mapfre Madrid
http://www.elangelcaido.org/fotografos/lmodel/
http://www.exposicionesmapfrearte.com/lisettemodel/

martes, 10 de noviembre de 2009

La señal




Dejé una marca para ti.
Teníamos un código ¿acaso no lo recuerdas?
Recorrí el zaguán una y otra vez,
ahora veo que confié inútilmente.

Permanece aún la misma puerta.
Las cadenas no me permiten entrar.
No.
Y tampoco querría, prefiero estar fuera.

Incluso el señuelo que te abría el camino,
muestra la esperanza de que me sonrieras.

Se pierde la huella, el tiempo desgasta los matices que me hacían amarte.
Cuando caiga el trozo de tela, no volveré a mirar esa puerta.

sábado, 31 de octubre de 2009

Manos en el muro




Las manos en el muro de Berlín marcan la huella del deseo. Del deseo por traspasarlo. O por abatirlo. Por empujarlo violentamente o por reblandecerlo de ternura y dejarlo caer, suavemente, como una pesadilla de algodón, casi en silencio. Las manos de colores que vi en Berlín hace diez años, me tocaron la piel de la tristeza. Era ya un muro a tramos, coloreado, vendido en minúsculos trozos como una reliquia de la intolerancia, como un souvenir del ridículo, como un recuerdo sin precio de los que sufrieron y murieron por/sin/al atravesarlo.
Las manos consiguieron que cayera, dejando crecer la vida a ambos lados. Ahora el muro son paredes burdas y brutas, altas e inabordables. Hay huecos por donde miras a una parte y tal vez desde la otra, alguien te mira a ti. Cerca de esos huecos, nadie con un fusil, ni con un arma contundente, tampoco hay un reflector para iluminar la escena. Se abrieron pasos, se tiró el muro, cambiaron los actores y los jefes de la parodia. Entre un lado y otro quedaron los que querían salir y entrar sin permisos, sin burocracia, sin conciencias que los doblegaran. Allí quedaron, gloria y honor a los espíritus libres.
Las manos que vi sobre el muro de Berlín me hablan cuando vuelvo. Me cuentan historias de parejas, de jóvenes, de gritos, de disparos en la noche, de sueños y llantos, de territorios divididos por hierro y cemento. Me hablan de deseos, esas manos. Y yo deslizo las mías por la pared decorada y turística, y con sólo un paso entro en un parque, o me siento en una plaza, o cruzo la calle. Y crece el verde. Y la fronda se renueva. Y los niños juegan, riendo.








Fotos: Virgi, Berlín 1999

viernes, 23 de octubre de 2009

Leer, leer, leer (6)





Siempre me han cautivado los libros. Ya de pequeña leía todo lo que caía en mis manos: cuentos, vidas ejemplares, colorines, revistas…A escondidas, cogía las novelas de mi madre: El hombre que ríe, El jugador de ajedrez, El amor de un antepasado mío, Los hermanos Karamazov, Hambre, Lo que el viento se llevó, El misterio del cuarto amarillo, Don Juan Tenorio, El clavo…
Luego me llegaron los libros de mis hermanas, poco más que adolescentes y conocí así otras letras, otros mundos, otros pensamientos, poesía, literatura mágica, realismo.
De aquella época de la infancia, cuando mi hermano y yo éramos socios de la Ballena Alegre (¡lejanos tiempos!), surgen algunos personajes que me traen un sabor delicioso, un hormigueo que no puedo definir bien, melancólico y aventurero, tierno y misterioso, como un tobogán al que te subes y vas deslizándote mientras pasan a tu vera las imágenes que aquellas lecturas te produjeron.

Una de esas historias maravillosas fue “Rasmus y el vagabundo” de Astrid Lindgren. En Suecia, un niño vive en un orfanato y, cansado de sus días tristes, se escapa con un músico callejero que recorre los caminos, las granjas y los pueblos con su acordeón.
La historia es de una ternura extraordinaria. Por un encadenado de situaciones, llegan a un pueblo solitario a la orilla del mar, escondiéndose de unos bandidos. Al fin se libran de ellos y la historia termina felizmente.

Casi cincuenta años después de sufrir con Rasmus a la orilla de un mar imaginado, encuentro la misma aldea abandonada, el malecón de madera, las casas superpuestas, los techos oscuros, las calles vacías. Y hasta los ojos de los malhechores, como si fueran ventanas, escudriñando mi recorrido. No veo yo aquí lo que Egon Schiele pintó, una ciudad junto al río. Veo al Rasmus de mi infancia, trastabillando entre tablones viejos, rocas y silencio, mientras la maldad lo persigue. Veo el instante mágico en que se salva, el trascendental momento en que logra salir a la luz, la ocasión deseada de vivir, al fin, la vida soñada. Veo y siento al Rasmus que, cansado de coger ortigas y de que sólo adoptaran a niñas con rizos, se larga por los senderos de Suecia, buscando su lugar en el mundo. Un mundo que para mí, en la infancia lejana, era, sobre todo, leer, leer, leer. Y que ahora revivo, entre los muros de un pueblo enigmático y sugerente, que espera ser habitado aunque sólo sea con los trazos del recuerdo.






Óleo de Egon Schiele
Casas junto al río. La ciudad vieja, 1914
Museo Thyssen-Bornemisza

viernes, 16 de octubre de 2009

La espera





Me dijo que volvería.
Que sólo iba a la plaza, donde los niños juegan.
Ahora la espero cada día.
Expectante, observo los tejados, las cornisas y los balcones.
No sé qué más puedo hacer.
He recorrido las calles, deslizándome sobre los adoquines húmedos, en la madrugada.
Me asomé también a los zaguanes oscuros, olorosos.
Incluso estuve una tarde en la catedral, cuando amarilleaban las vidrieras.
Sólo me tropecé con unas ancianas que dormitaban en un banco.
Las gentes del barrio nos conocían, pero nadie dice nada de ella.

Me aposto en la ventana, huelo, maúllo, araño, observo.
La espero al mediodía, con el sol calentando las tapias y las buganvillas.
De noche, con las estrellas guiñándome su luz.
Al amanecer, cuando recorro los muros y las tapias.

La espero y aguardo, mientras los paseantes me dejan clavado en sus ojos de metal
y me llevan a sitos extraños, como éste, desde donde me miras.
Si la encuentras, dile que aún la espero.














(fotos: Virgi, La Palma)

jueves, 8 de octubre de 2009

El guardián caído




Cayó el guardián.
Frente al tintineo de las joyas.
Junto al pozo de las verdades.

Cayó el guardián y ya no tuvimos más opciones.

Sí, él.
Con su coraza.
Y su yelmo.
Y su armadura reluciente.
Si él cayó,
¿quién nos defenderá frente al mundo?

Cayó el guardián.
Clavó su espada en la tierra.
Hincó la indoblegable rodilla
y el guantelete que nos protegía,
se hundió en el barro.

La soledad serpentea ahora entre las grietas del alma.




Dibujo de Matthias Grünewald
"El guardián caído", 1515

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Un gorrión




Entre las columnas milenarias de Seti I, volaban los gorriones. Caía la tarde sobre Karnak y el ámbar doraba los cartuchos y los signos egipcios. Tan pequeños como la palma de mi mano, desplazándose entre los inmensos capiteles papiriformes, saltarines y vivarachos, le daban una vida sencilla y tierna a aquel espacio magnífico.

Paseando por patios, salas y templos, alcancé a ver una persona, que, envuelta en una túnica blanca, se sentaba debajo de un friso.
Su piel, negra, brillante, contrastaba con la blancura que lo cubría casi por completo. Permanecía impávido, estatua nubia vestida de luz. Una y otra vez volví sobre mis pasos hechizada por el momento. Nada. Ni un movimiento, ni un parpadeo, ni un gesto. Parecía cumplir un cometido ancestral, una misión ajena e incomprensible a los visitantes, e incluso, hasta para él mismo.

Quería quedarme en Karnak unos días, así que volví varias veces al templo, siempre deslumbrante y poderoso. Y cada vez, la estatua blanca y negra estaba en el mismo lugar, majestuosa en su sencillez.
El día antes de irme, volví al templo y me acerqué hasta el misterioso hombre de la túnica. En su regazo mantenía algunas migas de pan, unos granos de alpiste y unas hierbas que no identifiqué. Me miró profundamente y con sus ojos, guió los míos hasta la pared de enfrente.
Allí encontré el objeto de su dedicación: un gorrioncillo había anidado en un hueco, indiferente a la historia, al tiempo, al arte. Feliz e inalcanzable, se había adueñado, como un auténtico faraón, de un trozo del templo.


martes, 22 de septiembre de 2009

Lamento de un violonchelo




Como un lamento.
Como un gemido entrecortado, su voz.
Y las notas del violonchelo parcheando el dolor.
No se oía en la sala ningún ruido, sólo la voz de su alma y el sonido grave del instrumento.
Era delgada, rubia y sonriente, y cuando tocaba, se fundía con la madera, con las cuerdas, con el arco. Veías una cascada de pelo sobre el chelo y un sonido de llanto que le salía del pecho.
Así tocó un rato. Y me transformó el mundo. Comencé a seguirla donde tocase. No tenía yo problemas económicos y el tiempo me sobraba.
Me sentaba en el centro de la primera fila y sentía como vibraba para mí.
Cuando su figura delicada emergía sobre el escenario, nada existía alrededor.
Los quejidos guturales que acompañaban sus manos, desplazándose por el puente, me trasladaban a lugares ignotos, sentimientos ancestrales, cuando la humanidad lloraba frente a la vida. Me parecía un ser lleno de todos los seres que hemos sido, la aleación imposible del tiempo y el espíritu. Venido de otro lugar, de otro espacio. La veía levitar, quizá como un ángel.

Una noche, en un auditorio a rebosar, me guiñó un ojo, sonriéndome. Ya no pude oírla, ni ver sus dedos presionando las cuerdas. La percibí tan terrenal, tan capaz de amar y odiar, de dormir y comer, de bostezar o ir de compras, que me levanté de la butaca y me fui corriendo.
No he vuelto a oírla, no sé nada de sus manos, ni de su cabellera acariciando la curva de la madera.
Tampoco del manantial de su voz atemporal entrando en mi vida.
Ya no oigo música, ni acudo a conciertos. Me quedé enzarzado entre los lamentos del ángel que tocaba el violonchelo para mí.




(Por Sol Gabetta y su solo de violonchelo, estremecedor)

Dama sentada frente al virginal (detalle)
Jan Vermeer, 1674
National Gallery, Londres

martes, 15 de septiembre de 2009

Niño de incógnito




Se asomó el niño a la vida y dijo:
-¡Uf! No sé cómo hacer para andar por ella.

Regresó al lugar secreto, entre sábanas tendidas en un rincón.
Allí tenía la casa, cortinajes y almohadones bordeando patas de sillas.

Se durmió.
Alongándose nuevamente, pensó:
-Mejor salgo, pero voy escondido.
Caminaba con las manos a la espalda, sumergido en un tapiz de sombras,
con la sonrisa del sabio y la serenidad de la infancia.
Le caía el pelo a los lados, lacio y leve.
El contorno del cuerpo se confundía entre la penumbra.

Aureolado de alegría, iba entre la gente y de cada persona cogía algo: una palabra, un gesto, una mirada, un movimiento, una mueca, la huella del cansancio o de la tristeza, el parpadeo de la duda. Paseaba por la vida sin haberlo aprendido y con la limpieza de su alma, que le salía por la piel tibia y virgen.

Así anduvo. También pasó a mi lado, sin verlo.


Dibujo de B. P. , 7 años

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Leer, leer, leer (5)




“Por entonces había encontrado el café Gluck, que poco a poco se convirtió en su taller, en su cuartel general, en su puesto de trabajo, en su mundo. Solitario como un astrónomo que en su observatorio contempla cada noche, por la diminuta abertura de su telescopio, las miríadas de estrellas, sus misteriosas evoluciones, su cambiante confusión, cómo desaparecen y vuelven a encenderse, Jakob Mendel miraba a través de sus gafas y desde aquella mesa cuadrada ese otro universo de los libros, que asimismo gira eternamente y renace transformado, aquel mundo sobre nuestro mundo.”

Mendel el de los libros
Stefan Zweig
Acantilado, 2009


Joven leyendo
Óleo de Gustave Courbet, 1867
Galería Nacional de Arte, Washington

jueves, 27 de agosto de 2009

La arboleda




Caminaba en el bosque. Los troncos, altos y delgados, parecían de chopos, pero no era aquél, lugar para ellos. Las escasas hojas que se mantenían en las ramas le susurraron indescifrables melodías, mientras otras se deshacían bajo sus pasos. No sabía adonde iba, ni el porqué de su camino. Pero allí, entre los árboles, se sentía cómodo.
Recordaba la planicie de su vida, sin colinas, sin matorrales, sin arroyos ni altozanos desde donde ver otras miradas. Una estepa infinita, donde el día agostaba su existencia y la noche lo cubría de espantos.
Se había despertado esa madrugada y se asomó a ver las constelaciones. Era uno de sus alimentos: las estrellas y sus nombres, las nebulosas y los cúmulos, las perseidas y las gigantes enanas.
Cogió un abrigo y salió a la noche. Así fue como se encontró caminando entre los árboles. Hasta que amaneció y el bosque era inmenso, igual a la tristeza de su vida. Caminar en la noche frondosa le resultaba definitivo, algo atávico que no podía ni quería controlar. Entre los troncos se sentía seguro, sereno, en paz.
Las cortezas emanaron un ligero efluvio, el suelo chasqueó a su paso y únicamente extrañó el titilar celeste. Tropezó con ramas, apartándolas sin temor. Sentía que el bosque le pertenecía de siempre, que los árboles eran su familia, que podría confiar en ellos, que lo protegerían, que le darían el amor que nunca tuvo. Fue de este modo como lo encontré, abrazado a un árbol y con las extremidades enroscadas a un tronco. Del torso nacían brotes nuevos y por su piel se paseaban bichos minúsculos, arañas y lentos escarabajos. Le adiviné una sonrisa sosegada. En sus ojos aún se reflejaba el brillo de las estrellas.


Obra de Piet Mondrian, "Boslandschap", 1900
Colección Haags Gemeentemuseum
La Haya

lunes, 24 de agosto de 2009

Una puerta



Un hueco en la puerta.
Los colores abarrotan la entrada.
Y el hueco es negro, sí.
¿Adónde nos lleva?
¿Es sombra? ¿O nada?
Fuera, el sol ilumina las telas, la puerta brilla.
¿Y dentro?
¿No hay nadie?
¿No hay vida?
La vida discurre en la calle, con la luz.
Dentro nada.
Vacío negro oscuro.
¿Somos como esta puerta?
Dentro, vacío.
Fuera, luz, color.

Nuevamente, la luz y los colores llaman a mi puerta. He dejado el pequeño muelle del Egeo, las olas del niño con sus esquifes, la lluvia tormentosa y los cabellos de fuego de una joven enamorada.
He de indagar de qué color es el vacío y si la vida en la calle es tan cierta como parece. Aún no sé si estoy dentro o fuera. ¿O es que son sólo adverbios de lugar que nada significan?
A un paso, la biblioteca de Adriano.

sábado, 15 de agosto de 2009

La joven del pelo rojo



La encuentra cada día en la Academia Colarossi. El pelo le brilla al sol de la mañana como una fragua al rojo vivo. Es una muchacha, poco más que una adolescente, pero en su manera de andar y en sus ojos como almendras azules, se adivina una seguridad que lo hipnotiza.
Unos días lleva el pelo recogido, otras en una fecunda trenza a la espalda, también suelto, melena de león al viento en los puentes de París.
La imagina en una bañera de patas de bronce. Y de su pelo, cae una lluvia de gotas, rojas también. El agua se torna como la sangre. Pero la mujer luce una blancura de fruta recién pelada.
La ve en una roca de basalto negro. Y el pelo cubre sus hermosas líneas, desnudas sobre la piel de piedra.
La contempla un instante bajo la marquesina de una tienda. Y los mechones del cabello, ahora polvo de ladrillos romanos, la envuelven de la cabeza a los pies.
La piensa entre sus brazos, mientras su cabellera se desparrama por los bordes del sillón. Ella sonríe, lejana e inaccesible, y sus dientes son también rojos. Hasta cuando sueña que la besa, expande una luz como de incendio, de fuego entre los dientes de fresa.
Quiere pintarla, necesita trazar sobre un lienzo el mapa de su cuerpo.
Una tarde, mientras espera el momento en que aparezca, para leer, en la distancia que los separa, una nueva imagen, festoneada por la iridiscencia arrebatada de su pelo, la muchacha cruza la calle y se acerca hasta él. Lo mira, tranquila, parsimoniosamente. Las comisuras de sus labios parece que se alargan un poco. Él deja el periódico sobre la mesa, se levanta, la enlaza por la cintura y se alejan abrazados. Por los puentes de París, van soñando con bañeras de patas de bronce, rocas al borde del mar, sofás aterciopelados.
Aún no saben que los incendios serán reales.


Autorretrato de Jeanne Hébuterne (1916), compañera y musa de Amedeo Modigliani.
Se suicidó después de la muerte del pintor. Él la pintó en una veintena de cuadros.
Museo Thyssen Bornemisza (Modigliani y su tiempo)
Association des Amis du Petit Palais, Ginebra

(dedicado a Carmen Pascual y su blog fértil y generoso)

miércoles, 29 de julio de 2009

Mediodía de Mediterráneo




Azul.
Del mar, del cielo.
De Fra Angélico.

Amarillo.
Del sol, del trigo,
del oro del Yukón.

Los pasos gastados
orillan el abismo.

Blanco, marrón.
La huella al lado del noray.

Eso es todo: colores, pasos, luz, tiempo.

jueves, 23 de julio de 2009

Otra vez el mar





Otra vez el mar.
Nuestros puntos cardinales son agua.
Agua salada y azul.

Dos ligeros esquifes vuelan sobre las olas.
El mar los engulle,
y ellos planean sobre ese agua salada y azul.
Olas, olas, olas.
Rizando el agua.
El agua salada y azul.
En un recodo, dos gráciles navíos, bordean el abismo.

Un niño pintó una casa.
Otra vez la niña dibujó la ciudad.
Ahora,
atormentado por la redondez del mar en torno,
un niño sólo ve olas.
Olas. Olas. Olas.

A punto de desaparecer,
los barcos, ilesos en la inmensidad,
se columpian sobre las olas.
Entretanto, nuestro niño, al timón,
duerme con sus lápices y su brújula,
brújula que sólo tiene agua salada y azul.


Dibujo de JL. J., 11 años

viernes, 17 de julio de 2009

Mirada




Entre tu mirada y la mía ha pasado una eternidad.
Me dijiste:
- No te vuelvas, ya nos hemos despedido.
Así lo hice. Ahora que he vuelto, aún me velan tus ojos.

Su mirada se quedó entre los pliegues de mi vida.

lunes, 13 de julio de 2009

Paraguas y dioses

Llovía sobre la ciudad. Con un fulgor repentino, varios rayos iluminaron el cielo y los vendedores ambulantes, que segundos antes alfombraban la plaza, recogieron las cuatro puntas de sus sábanas. Bolsos, gafas, cinturones, desparecieron en un atadijo veloz. Sólo un chico, con una docena de paraguas, se mantuvo bajo la tormenta que bañaba Atenas.



Era su oportunidad. Sonreía bajo la cortina de agua, a pesar de la ropa empapada, cubierto con uno de los paraguas que alegremente ofrecía, mientras alrededor el agua llenaba los parterres, la fuente semivacía, los cóncavos toldos. Sin moverse, con la blanca sonrisa en su tez pakistaní, esperaba que la lluvia durara lo suficiente para acabar con la mercancía.


¿Serían algunas de aquellas gotas lágrimas de los dioses? Tal vez en el cercano Olimpo, una diosa contemplaba entristecida la fortuna adversa de unos cuantos. Aún más cerca, la máscara de oro de Agamenón, dormía plácidamente, mientras en la plaza un hombre joven, sonriente, ignorante quizás de héroes y diosas, nos vendía un paraguas.





martes, 30 de junio de 2009

Muchacho con turbante


Siempre me había cautivado este rostro, entre tierno, tímido y triste.
Visita que hacía al museo, tiempo interminable que me abstraía mirándolo. El turbante, entre pistacho y limón, con unos flecos disparejos sobre la frente. La manga, blanca y ampulosa, absorbiendo y dando luz, como un globo o una lámpara japonesa. El mantón, lila, o añil, o azul gris, abrigándolo, quizás sólo un pretexto del pintor.
La delicadeza del adolescente, el semblante melancólico, me daban una sensación de lástima, deseando que se confiara a mí. Me situaba enfrente o a un lado y conversaba con él, como cuando visitas a un preso y sabes que hay una barrera en medio que no puedes traspasar. Yo iba siempre de sus ojos al ramillete de flores, del ramillete a su mirada, perdida y doliente. Parecía tener un deber que cumplir, una obligación eterna de la que no podría liberarse nunca. Me fijaba también en las ropas, que no coincidían con su rostro. ¿Un europeo, esclavo en Estambul? Esa posibilidad me daba vueltas en la cabeza y me sugería toda una historia de guerras, raptos y venganzas. Un adolescente perdido entre sus vestidos orientales, perdido en las estancias de un palacete a la orilla del Bósforo, perdido en una ciudad enorme y multirracial.

Una tarde de primavera, cuando la luz esplendorosa de la ciudad se derramaba sobre los patios del museo, entré con un pequeño ramo de flores idéntico al del muchacho y lo deposité a los pies del cuadro. Cuando me alcé, el chico ladeó suavemente la cabeza y esbozó una sonrisa franca y amorosa. Con un brillo de osadía, sonrió aún más, mientras su lánguida mirada se tornaba radiante. Entonces, caballerosamente gentil, extendió el brazo y me entregó las flores frescas y vivas, que, desde siglos, engalanaban su mano de adolescente.


Muchacho con turbante y ramillete de flores

Michael Sweerts, c. 1655

Museo Thyssen Bornemisza

Leer, leer, leer (4)

“En una cuneta con la cabeza vuelta hacia la tierra, las piernas dobladas, los brazos extendidos, él se está muriendo. Está ya muerto. Entre los esqueletos de Buchenwald, el suyo. Hace calor en toda Europa. En la carretera, a su lado, pasan los ejércitos aliados. Esto es, esto es lo que ha sucedido. Tengo una certeza. Camino más deprisa. Su boca está entreabierta. Es el atardecer. Ha pensado en mí antes de morir. El dolor es tan grande, se asfixia, no tiene aire: El dolor necesita espacio. Hay demasiada gente en las calles, quisiera avanzar por una gran llanura, sola. Justo antes de morir debió decir mi nombre. A todo lo largo de todas las carreteras de Alemania, hay hombres y mujeres tendidos en posturas semejantes a la suya. Miles, decenas de miles, y él. Él, a la vez contenido en otros miles, y destacándose para mí sola de los otros miles, completamente distinto, solo. Todo lo que se puede saber cuando no se sabe nada, yo lo sé.”

El Dolor, Marguerite Duras, 1985
“El Dolor es una de las cosas más importantes de mi vida” (palabras de la autora en la introducción
).

martes, 23 de junio de 2009

Tan cerca y tan lejos


S solos sufriendo seres

A abandono ataque angustia alma

H huecos heridas hálito hastío hogar

A abierto abrazos abrigo acunar ancianos

R rotos rumiar reír rencor ritos

A acaso


L lejos luz libres lumbre lucha

I ilusiones inhumano

B bocas besos banderas

R rabia

E espacio elección encuentro esperanza



Por un Sáhara Libre

miércoles, 17 de junio de 2009

Escena de playa


Veo una playa y niños que juegan.
Las olas les bañan las piernas y las ropas.
No parecen niños de mar, más bien niños de tierra descubriendo la sal y las blancas ondas.

Recuerdo los veranos de mi infancia junto al océano.
El viento que volaba los sombreros, sombreros que duraban meses y años, bañadores que tenías desde los cinco años hasta los diez, estirándose, estirándose.
Igual se alargaban los días, entre charcos, burgados y pequeñas barcas que pintaban cada año. Los pescadores iban descalzos, secando con fruición el fondo de sus lanchas y a la sombra de los riscos, cosían las redes, aceitando nasas y pandorgas.
Entretejían los trasmallos, limpiaban los mirafondos, reviraban piedras buscando carnada.
Nosotros, saltando de piedra en piedra, cogíamos bucios, pejes verdes, tímidos cangrejillos y lisas veloces que se escurrían entre los dedos.
Al caer la tarde, mi hermana sacaba una guitarra y todos reíamos alegres, mientras la sal nos arañaba la piel y la única bombilla existente languidecía en la noche.

Los niños de esta playa parece que descubren ese piélago infinito del que hablo. Me gustaría saber si alguno de ellos pudo haber sido el abuelo que construyó nuestra casa junto al mar.
(Winslow Homer, Escena de playa, c. 1869
Museo Thyssen Bornemisza)

sábado, 13 de junio de 2009

Perdida, pero con cyber



Casi perdida en un pequeñísimo pueblo, sin las pertenencias que suelen identificarnos, pues me había desaparecido la mochila con dinero, tarjetas, teléfono, agenda…, andaba de un lado a otro sin rumbo y desprotegida.
Esperando duplicados de los documentos más importantes, me dediqué a conocer el lugar y sus gentes. Poco a poco, lenta, sutilmente, fue entrándome en el alma la calidez y la tranquilidad de la naturaleza que nos rodeaba. Ríos tumultuosos que se remansaban bajo las ramas de los árboles. Chiquillos con el cuerpo al sol y la mirada vivaz. Mujeres que transitaban con pesados fardos a la cadera o en la cabeza. Pescadores balanceándose sobre frágiles barquichuelas.

En un rincón de la calle más importante encontré un cyber. No podía creer que pudiera comunicarme desde aquel lugar perdido cerca de una selva inmensa. Pues sí. Cual no sería mi sorpresa cuando después de entrar, observo unos rústicos cubículos y en ellos cuatro ordenadores. Varios adolescentes, algunos descalzos, otros sin camisa, jugaban y chateaban como cualquier internauta del resto del planeta.

Pregunté al encargado si tendría una cámara de fotos para prestármela.
Of course, mademoiselle, in un áttimo. É lei italiana?, Parle vouz francais? Don’t worry, me dijo con elegancia y un extremo “savoir fare”.

Embriagada de alegría, como niña con juguete nuevo, salí a la callejuela. Click!, niños. Click!, pescadores. Click!, río marrón, verde y enorme. Click!, mercado de verduras. Click! ancianos a la sombra de una mágica seiba, Click!, click!, click!...
Ahora actualizo mi blog desde aquí, chateo con quien quiero, me baño en el remanso, juego con los niños y además practico idiomas.

viernes, 5 de junio de 2009

Leer, leer, leer (3)


“En una esquina, junto a los bastidores y a los tarritos vacíos, había una bella alfombra oriental enrollada, que había servido últimamente de fondo al modelo. Artemisia la empujó, la arrastró, la desplegó, la extendió. Medía lo que su cuerpo alargado. Se acostó encima de ella, inexpresablemente satisfecha, vacía de inquietud. Sobre su rostro, que la lana áspera arañaba, caían los pliegues del jubón del padre, sólidos, cercanísimos, como accidentes de un paisaje familiar. Y pronto la alfombra fue musgo silvestre; los pliegues, rocas y una gruta protegida aquel duro yacer. Se dio cuenta de que el sueño le venía, le pareció buena señal y, al volverse para soplar la lámpara apoyada en el suelo junto a ella, se chocó la sien contra la pata del sillón y casi se rió, como una niña en aventura extraordinaria. En la oscuridad, el sueño se alejó. Y ella se quedó despierta largo tiempo, la nariz cosquilleada por hormigueos, por el vago olor de especias, de polvo. Por el gran lienzo sin hojas, una claridad densa y como sucia se dejaba reconocer poco a poco por reflejo de luna, de cielo estrellado, de candil.”


Trozo del libro “Artemisia”, relato extraordinario de Anna Banti, sobre la pintora italiana del s. XVII, Artemisia Gentileschi.


sábado, 30 de mayo de 2009

Polígonos al sol


Diez, eran diez los polígonos al sol.
Blancos, ordenados, algodonosos.
Colgando sobre los canales de Venecia, con los gatos lejos y las palomas cerca.
Diez, ocho se ven. Dos se esconden.
Todos se columpian sobre góndolas y turistas, entre Campo Santa Margherita y Rialto.
Diez hexágonos irregulares, limpios y pudorosos, se ventilan,
reflejándose sobre las aguas verdes de la laguna.
Yo los veo y los cuento.
¿Diez hermanas? ¿Diez primas? ¿Diez huérfanas? ¿Diez monjas?
¿Diez jóvenes con ropas anticuadas?
¿Dieci ragazze nude?
¿O sólo una dama que hace la colada cada diez días?
Imposible saberlo. La ventana está cerrada, la cortina echada.
Las matemáticas saben de decenas, de líneas poligonales abiertas y cerradas, de planos y dimensiones. Pero de bragas al sol en la República Serenísima no me cuentan nada. Así que yo le doy al clic! y me traigo diez níveos polígonos.
Ellos seguirán sombreando los ladrillos húmedos y sufridos de la ciudad, yo haré números y cábalas con ellos, pero nunca sabré a quien pertenecían.

viernes, 22 de mayo de 2009

Mujer de espaldas


No se encontraba ya E. a sí misma en aquella casa. Las paredes, grises unas y de colores tibios otras, las sentía áridas. Andaba por los pasillos con su ser a trozos, sin lograr encajarlos en ninguna parte.Había llegado doce años atrás como acompañante de la dueña y el olor a trementina que la cautivó y bañaba las habitaciones, se le iba haciendo insoportable.
Aquel aroma era como un perfume que la sedujo cuando contemplaba extasiada los cuadros del pintor. Sin embargo, ahora le provocaba una angustia desconocida. Paseaba por los salones con el alma inquieta, recordando las primeras veces que admiraba los cuadros. Cuadros que representaban la serenidad obsesiva del artista, espacios casi vacíos, ventanas y puertas por donde entraba la luz, tímida y delicada. Rincones donde el pintor cambiaba de lugar los muebles, los cuadros, los objetos, para estudiar minúsculos detallles en la composición. Composiciones que enamoraron a E. para sorprenderse un día enamorada también del artista.
Así fantasmeaba por la casa, casi de espaldas a la vida, queriendo ser ignorada para ignorarse.

Hasta que un día, de los muchos que disfrutaba a solas la obra ordenada y cuidadosamentes dispuesta, se vió a sí misma como en un espejo al revés.
Era ella, con su traje oscuro y el pelo recogido, casi una sombra más en la estancia. Y no sólo en ese cuadro, sino en otro y otro y otro. ¿Desde cuándo la pintaba? ¿Por qué ella en tantos lienzos? ¿Sería un mueble más en sus estudios del espacio y de la luz?¿O su figura, sentada, de pie, de espaldas, representaba otra cosa? Con esos pensamientos, su alma tornó a colorearse, la trementina era una fragancia y la casa tenía recorridos certeros y llenos de ternura. Volvió a disfrutar con los cambios de muebles, con las puertas entreabiertas y las salas en penumbra. A su paso, sentía que los pinceles pintaban por ella y que el óleo suspiraba en su presencia.
Se conformó con ser silueta, esfinge, modelo, figura, sombra. Supo con certeza que era su manera de amar y ser amada.
Vilhem Hammershoi, Interior, 1904
Randers Kuntmuseum, Randers

domingo, 17 de mayo de 2009

The Visitor


La ternura se agazapó entre la piel y los huesos.
Ya no tuvimos más sonrisas
y las pupilas perdieron el brillo.
Tuvo que llegar la música.
Notas, sonidos, ritmo.
El color y el calor de un tambor, ancestral y humano.

La música nos rescató.
Éramos algo flotando
y la música nos brindó el suelo y los latidos.
Bombeaba la sangre,
y en ella, sumergidas,
blancas y negras, redondas,
fusas y semifusas,
marcaban el retorno a la vida.

Perseo y el escudo


Cuando Atenea le regaló a Perseo el escudo, bruñido como un espejo, ante su lucha con Cetus, el monstruo marino, ya sabía la diosa de la importancia de su regalo. Perseo, temerario y audaz, quería liberar a Andrómeda, la hija de Cefeo y Casiopea, reyes de Etiopía. En el reluciente escudo, Cetus se reflejaba una y otra vez, mientras el héroe terminaba con su vida.
Los centelleos hacían parpadear al monstruo y aquel brillo se contagió a la superficie del mar. Un ocaso de plata pulía las ondas y los destellos lustraron el agua.

Escudo y mar fueron uno. Al cielo se asomaron las constelaciones de los dioses, y las nubes, como terciopelos de un escenario se refugiaron entre las bambalinas del horizonte.

domingo, 10 de mayo de 2009

El Saltador


Salta el nadador sobre el mar.
Con sólo su cuerpo, se precipita al vacío.
Cobrizo y ágil, se lanza resuelto.
No hay más.
Columnas, las ramas de un árbol, tal vez un jarrón.
Todo le sobra.
Quiere, como única cosa, sentir el aire,
el sol y el agua en su piel.
Sobre la pared de una tumba, alguien soñó este hombre.
Un hombre solo, vuela,
y por unos instantes el mundo es suyo.
Y gracias a quien lo pintó,
podemos saber ahora de un hombre que quedó para siempre
suspendido en un soplo divino.


(Tumba de Il Tuffatore, Paestum, aprox. 470 a. C.)







viernes, 1 de mayo de 2009

Sillas vacías




Cada tarde, dos ancianos se sentaban a la puerta de sus casas a tomar el té. Llevaban así toda la vida, conversando al paso de los burros cargados, las muchachas en flor, las mujeres con la compra. Los niños corrían, saltaban, jugaban y se peleaban a su alrededor, livianos y alegres. Y ellos, ajenos a todo, recordaban y hablaban. Una mañana, el más viejo apareció plácidamente muerto en la cama. El amigo, al enterarse, salió a la calle, cambió de posición las dos sillas que habían compartido tantos atardeceres, se acostó y esperó la inminencia de la muerte.

Durante mucho tiempo, nadie osó sentarse en el lugar de los dos ancianos, así permanecieron bajo el sol abrasador y el frío nocturno. El viento del desierto, el mismo que acunaba las pirámides desde milenios, desgastaba la madera y gemía entre sus pliegues.

Así las encontré yo, en Gizeh. Así me lo contaron y así lo escribo.

jueves, 30 de abril de 2009

Tête dit "Le lapin"

Orgullosa y segura, la cabeza se yergue sobre la piedra.
El mármol se ha convertido en hierro.
Hierro forjado, machacado, soldado,
doblado, partido, pulido, arañado.
Reverenciado también.
Vemos huellas anteriores
y piedras esculpidas a lo largo de los siglos.
Hombres dejando marcas, ojos y arrugas.
Hierro, bronce, granito, madera,
basalto, yeso,
todos con el brillo del arte.
Bustos cincelados,
espaldas y piernas expuestas ante nuestros ojos.

Siempre habrá quien nos fascine
con sus manos de artista y el alma de un poeta.


(Pieza de Julio González, 1930)



domingo, 26 de abril de 2009

Leer, leer, leer (2)

La edad de hierro, J. M. Coetzee

"Ahora me lo pregunto. Y respondo: porque la sangre es preciosa, más preciosa que el oro y los diamantes. Porque toda la sangre es una: un sólo estanque de vida repartido entre nuestras existencias separadas, pero unido por la naturaleza: prestada, no dada; repartida, confiada, para que la preservemos: parece que viva en nosotros, pero solamente lo parece, porque lo cierto es que nosotros vivimos en ella.
Un mar de sangre reuniéndose de nuevo: ¿será así el fin de los días? La sangre de todos: un mar de Baikal de color escarlata oscuro bajo un cielo invernal como el de Siberia, con arrecifes de hielo alrededor, con las orillas blancas como la nieve bañadas de sangre viscosa y mansa. La sangre de la humanidad, recompuesta."

sábado, 25 de abril de 2009

Códigos


Ardía el mediodía y la ciudad estaba casi desierta. Tenía que coger el tren hacia K. y no sabía exactamente cuál era el andén. Mientras buscaba algún punto de información, me distraje al ver un rincón donde ordenaban los rótulos de los trenes. Entretenida en jugar con los números y las letras de un idioma desconocido y complicado, abrigada en una sombra que me protegía del calor que aplastaba la ciudad, abandoné la idea de para qué estaba allí, absorta en uno de mis pasatiempos preferidos. En el reducido espacio donde me encontraba, sólo oía el sonido de letras y cantidades, saltando, jugando, intercambiándose entre ellas.
Yo iba a K. para asistir a aun congreso sobre "Códigos subliminales en la Pintura y la Literatura", un título muy sugerente, así que aquel lugar y aquel momento tenían también algo de la magia que desde siempre me había interesado. Entre fardos y cajas olvidadas, me senté. Ya no recordé más la conferencia, ni la urgencia del viaje, ni los trenes que zumbaban cerca, avisando de su marcha.
Me vino a la mente un episodio similar de mi vida que ya había relatado, "Cumpleaños", y tampoco quise perder el momento. Por mi mente desfilaban los números, acompañados de Pitágoras, Duchamp, Enzensberger, Fibonacci, Novela de ajedrez de Zweig, Newton, Hipatía, Rauschenberg...
Acompañándome en una ciudad desconocida, los carteles me daban los códigos que la humanidad había conquistado a través de los siglos y el conocimiento. Y yo, sentada entre paquetes desgastados y soñolientos, maquinaba con los números y los casaba con las letras, y pensaba en polígonos y segmentos, en cubos y paralelas; buscaba primos, triangulares, pares, impares.
Pasé así un tiempo indefinido, extraviada dulcemente en una selva frondosa de dígitos y letras, mientras los trenes partían y llegaban. Lejos, en K. el congreso se desarrollaba con éxito, incluso mi intervención, que tuve que hacerla por video conferencia, acomodada entre los bultos mugrientos y perdidos que nadie reclamó nunca.
(Letreros y lavabos en la estación Nyugati, Budapest)

martes, 14 de abril de 2009

Cumpleaños

Llovía como un mar que cayera del cielo. Una lluvia perenne, de gotas consistentes y casi pegadas unas a otras. Yo iba al cumpleaños de una amiga. Salía de comprar un regalo en una tienda muy chic. Mi cabellera era una sucesión de rizos, nudos y mechas, recién creados. Rara vez llevaba medias y zapatos de aguja, pero ese día me quería sentir la más elegante entre las chicas del grupo.
La lluvia había comenzado por la mañana, una fina llovizna que más parecía polvo mojado y que, lentamente, se había convertido en una cascada imperturbable, una pantalla líquida y continua.
Tropecé en el bordillo de la acera, mis medias se quebraron, el regalo se manchó como un cuadro expresionista. La chaquetilla ligera que me cubría era como papel mojado. Siempre me había gustado la lluvia, pero en aquellos momentos la odiaba.
Necesitaba un baño, arreglarme un poco, conseguir un paraguas en cualquier tienda al paso. Entré en un centro comercial, busqué unos servicios. Todo el malhumor que sentía desapareció de golpe. El baño era un lugar limpísimo, los lavabos, virginales como una flor recién abierta. ¿Quién cuidaba de aquel lugar con tanto amor? Flotaba un aroma a jabón antiguo que me recordó las sábanas al sol de mi infancia. Incapaz de manchar nada de aquella blancura que se me ofrecía generosamente, olvidé para qué había entrado.
Salí de nuevo a la calle, la lluvia continuaba, tenaz y serena. Tiré el regalo en una papelera, la chaquetilla empapada la colgué en un semáforo. Miré con picardía como las zapatillas, rojas y sensuales, flotaban en un charco de agua. Apoyada en un graffitti, me despojé de las medias, la falda, la blusa y la ropa interior.
Olvidé la cita, el cumpleaños, las amigas.
Con el bolso en bandolera, canté y corrí bajo la lluvia.

sábado, 11 de abril de 2009

Sueños de papel

Me lo tropecé en un callejón del barrio chino, cerca de donde vivo. Según supe después, llevaba años transitando aquellos lugares. Con su camisa roja y zapatos Clarks, era inconfundible. Yo, que siempre había estado enamorada de antihéroes como él, no me puedo perdonar ahora, cuando ya no tengo esperanzas de que sus ojos se crucen con los míos, no haberlo encontrado antes.
Sólo me queda verlo recortado sobre las hojas impresas, con su andar elegante y sus recursos de investigador privado. Bueno, si tal vez tuviera yo una enajenada historia de delirios y fantasmas, espíritus y monstruos, podría llamar a su puerta, Craven Road, 7:
_ Sr. Dylan Dog, ¿puedo pasar un momento?. ¿Es usted el Detective de lo Oculto?
_ Pues sí, pero no resuelvo simples pesadillas, únicamente si son en verdad terroríficas.
Así que tendré que esmerarme en mis sueños y convertirlos en horribles. Creo que será la manera de entrar en su vida de papel, tinta y ficción.