martes, 30 de junio de 2009

Muchacho con turbante


Siempre me había cautivado este rostro, entre tierno, tímido y triste.
Visita que hacía al museo, tiempo interminable que me abstraía mirándolo. El turbante, entre pistacho y limón, con unos flecos disparejos sobre la frente. La manga, blanca y ampulosa, absorbiendo y dando luz, como un globo o una lámpara japonesa. El mantón, lila, o añil, o azul gris, abrigándolo, quizás sólo un pretexto del pintor.
La delicadeza del adolescente, el semblante melancólico, me daban una sensación de lástima, deseando que se confiara a mí. Me situaba enfrente o a un lado y conversaba con él, como cuando visitas a un preso y sabes que hay una barrera en medio que no puedes traspasar. Yo iba siempre de sus ojos al ramillete de flores, del ramillete a su mirada, perdida y doliente. Parecía tener un deber que cumplir, una obligación eterna de la que no podría liberarse nunca. Me fijaba también en las ropas, que no coincidían con su rostro. ¿Un europeo, esclavo en Estambul? Esa posibilidad me daba vueltas en la cabeza y me sugería toda una historia de guerras, raptos y venganzas. Un adolescente perdido entre sus vestidos orientales, perdido en las estancias de un palacete a la orilla del Bósforo, perdido en una ciudad enorme y multirracial.

Una tarde de primavera, cuando la luz esplendorosa de la ciudad se derramaba sobre los patios del museo, entré con un pequeño ramo de flores idéntico al del muchacho y lo deposité a los pies del cuadro. Cuando me alcé, el chico ladeó suavemente la cabeza y esbozó una sonrisa franca y amorosa. Con un brillo de osadía, sonrió aún más, mientras su lánguida mirada se tornaba radiante. Entonces, caballerosamente gentil, extendió el brazo y me entregó las flores frescas y vivas, que, desde siglos, engalanaban su mano de adolescente.


Muchacho con turbante y ramillete de flores

Michael Sweerts, c. 1655

Museo Thyssen Bornemisza

Leer, leer, leer (4)

“En una cuneta con la cabeza vuelta hacia la tierra, las piernas dobladas, los brazos extendidos, él se está muriendo. Está ya muerto. Entre los esqueletos de Buchenwald, el suyo. Hace calor en toda Europa. En la carretera, a su lado, pasan los ejércitos aliados. Esto es, esto es lo que ha sucedido. Tengo una certeza. Camino más deprisa. Su boca está entreabierta. Es el atardecer. Ha pensado en mí antes de morir. El dolor es tan grande, se asfixia, no tiene aire: El dolor necesita espacio. Hay demasiada gente en las calles, quisiera avanzar por una gran llanura, sola. Justo antes de morir debió decir mi nombre. A todo lo largo de todas las carreteras de Alemania, hay hombres y mujeres tendidos en posturas semejantes a la suya. Miles, decenas de miles, y él. Él, a la vez contenido en otros miles, y destacándose para mí sola de los otros miles, completamente distinto, solo. Todo lo que se puede saber cuando no se sabe nada, yo lo sé.”

El Dolor, Marguerite Duras, 1985
“El Dolor es una de las cosas más importantes de mi vida” (palabras de la autora en la introducción
).

martes, 23 de junio de 2009

Tan cerca y tan lejos


S solos sufriendo seres

A abandono ataque angustia alma

H huecos heridas hálito hastío hogar

A abierto abrazos abrigo acunar ancianos

R rotos rumiar reír rencor ritos

A acaso


L lejos luz libres lumbre lucha

I ilusiones inhumano

B bocas besos banderas

R rabia

E espacio elección encuentro esperanza



Por un Sáhara Libre

miércoles, 17 de junio de 2009

Escena de playa


Veo una playa y niños que juegan.
Las olas les bañan las piernas y las ropas.
No parecen niños de mar, más bien niños de tierra descubriendo la sal y las blancas ondas.

Recuerdo los veranos de mi infancia junto al océano.
El viento que volaba los sombreros, sombreros que duraban meses y años, bañadores que tenías desde los cinco años hasta los diez, estirándose, estirándose.
Igual se alargaban los días, entre charcos, burgados y pequeñas barcas que pintaban cada año. Los pescadores iban descalzos, secando con fruición el fondo de sus lanchas y a la sombra de los riscos, cosían las redes, aceitando nasas y pandorgas.
Entretejían los trasmallos, limpiaban los mirafondos, reviraban piedras buscando carnada.
Nosotros, saltando de piedra en piedra, cogíamos bucios, pejes verdes, tímidos cangrejillos y lisas veloces que se escurrían entre los dedos.
Al caer la tarde, mi hermana sacaba una guitarra y todos reíamos alegres, mientras la sal nos arañaba la piel y la única bombilla existente languidecía en la noche.

Los niños de esta playa parece que descubren ese piélago infinito del que hablo. Me gustaría saber si alguno de ellos pudo haber sido el abuelo que construyó nuestra casa junto al mar.
(Winslow Homer, Escena de playa, c. 1869
Museo Thyssen Bornemisza)

sábado, 13 de junio de 2009

Perdida, pero con cyber



Casi perdida en un pequeñísimo pueblo, sin las pertenencias que suelen identificarnos, pues me había desaparecido la mochila con dinero, tarjetas, teléfono, agenda…, andaba de un lado a otro sin rumbo y desprotegida.
Esperando duplicados de los documentos más importantes, me dediqué a conocer el lugar y sus gentes. Poco a poco, lenta, sutilmente, fue entrándome en el alma la calidez y la tranquilidad de la naturaleza que nos rodeaba. Ríos tumultuosos que se remansaban bajo las ramas de los árboles. Chiquillos con el cuerpo al sol y la mirada vivaz. Mujeres que transitaban con pesados fardos a la cadera o en la cabeza. Pescadores balanceándose sobre frágiles barquichuelas.

En un rincón de la calle más importante encontré un cyber. No podía creer que pudiera comunicarme desde aquel lugar perdido cerca de una selva inmensa. Pues sí. Cual no sería mi sorpresa cuando después de entrar, observo unos rústicos cubículos y en ellos cuatro ordenadores. Varios adolescentes, algunos descalzos, otros sin camisa, jugaban y chateaban como cualquier internauta del resto del planeta.

Pregunté al encargado si tendría una cámara de fotos para prestármela.
Of course, mademoiselle, in un áttimo. É lei italiana?, Parle vouz francais? Don’t worry, me dijo con elegancia y un extremo “savoir fare”.

Embriagada de alegría, como niña con juguete nuevo, salí a la callejuela. Click!, niños. Click!, pescadores. Click!, río marrón, verde y enorme. Click!, mercado de verduras. Click! ancianos a la sombra de una mágica seiba, Click!, click!, click!...
Ahora actualizo mi blog desde aquí, chateo con quien quiero, me baño en el remanso, juego con los niños y además practico idiomas.

viernes, 5 de junio de 2009

Leer, leer, leer (3)


“En una esquina, junto a los bastidores y a los tarritos vacíos, había una bella alfombra oriental enrollada, que había servido últimamente de fondo al modelo. Artemisia la empujó, la arrastró, la desplegó, la extendió. Medía lo que su cuerpo alargado. Se acostó encima de ella, inexpresablemente satisfecha, vacía de inquietud. Sobre su rostro, que la lana áspera arañaba, caían los pliegues del jubón del padre, sólidos, cercanísimos, como accidentes de un paisaje familiar. Y pronto la alfombra fue musgo silvestre; los pliegues, rocas y una gruta protegida aquel duro yacer. Se dio cuenta de que el sueño le venía, le pareció buena señal y, al volverse para soplar la lámpara apoyada en el suelo junto a ella, se chocó la sien contra la pata del sillón y casi se rió, como una niña en aventura extraordinaria. En la oscuridad, el sueño se alejó. Y ella se quedó despierta largo tiempo, la nariz cosquilleada por hormigueos, por el vago olor de especias, de polvo. Por el gran lienzo sin hojas, una claridad densa y como sucia se dejaba reconocer poco a poco por reflejo de luna, de cielo estrellado, de candil.”


Trozo del libro “Artemisia”, relato extraordinario de Anna Banti, sobre la pintora italiana del s. XVII, Artemisia Gentileschi.