Dejamos el
coche en la misma curva de otras veces, en Vera de Erques, pero esta vez no
íbamos a Las Fuentes, ese paraje delicioso sacado de un tiempo perdido. No,
queríamos llegar a Los Granelitos (tal vez sea Graneritos), una casa abandonada
en lo alto de una loma.
Pegada a la
carretera, sigue estando la era con aljibe y lavadero, restos admirables de
días no muy lejanos. Avanzando un fisco por la vereda, se deja al margen un hermoso
horno de tejas (que podría conservar un estado perfecto si no fuera por un
trozo de pared derrumbada, ay, qué poco costaría recuperar esta muestra de
antiguos quehaceres) y algo más adelante se encuentra otra era,
adornada en un borde con una cruz de flores marchitas.
Viene luego
un corto repecho óseo con muretes a los lados. De una parte, la casa de
Montiel; de otra, un nuevo aljibe y tres piedras de lavar con un pequeño banco.
Unos metros después, se adivina un sendero descuidado, repleto de matorrales,
lo suficiente para obviarlo e ir a campo través. Se cruzan bancales arrumbados,
y conducciones de agua entre pedruscos, abundante matacán, jaras, retamas,
beroles, algunos pinos jóvenes y tabaibas reverdecidas.
Varias edificaciones sencillas, en línea, con huecos mirando al océano. Una
situación envidiable si no fuera por la distancia, algo que a nuestra cómoda
visión nos parece engorroso, pero muy usual en el pasado. El techo de tejas
todavía en pie cubre un recinto con piso toscamente empedrado y huecos
amarillentos y resinosos, debido a la tea que los recubre. Al lado, unos
puntales estoicos aguantan lo que resta de la techumbre, con pinta de ser
estancia de animales.
Mayor
refinamiento conserva una habitación amplia, casi lujosa para el lugar en que
se halla, de piedras esquineras, azotea con escalera ya inexistente, pisos y
techos de madera, un buen espacio donde pasar las frías noches invernales.
Cerca, yendo
hacia el Barranco Bicácaro volvemos a tropezar con otro aljibe, lavadero,
cuevas para animales, goros con paredes de piedra seca.
Me fascinan estos lugares aislados, inmersos en plena naturaleza, donde el
barro y la cal se amasaron para crear un ambiente habitable, el sustento era lo
con lo esencial, el agua, escasa, las comodidades mínimas, y el esfuerzo, de
una tenacidad infinita. El circo de Las Cañadas, detrás, lejos. El mar, al
frente, igualmente lejano. La gente, allí, en medio de todo y de nada.
Son estas
viviendas testigos silenciosos de una vida pegada a la tierra y a la lluvia, a
las estaciones, a las piedras de los caminos, a los barrancos y los árboles.
Las casas regadas por nuestra geografía isleña languidecen sin que les pongamos
la atención que merecen. Espacios que supieron de alegrías, amores, sacrificios,
enfermedades, vida y muerte, caen lentamente, a merced de la misma naturaleza
que los vio crecer y de la dejadez de quienes debiéramos mantenerlos.
Texto y fotos, Virginia