Oliverio Lafitte, pirata
Se levanta la mañana y el pirata
tiene hambre.
En su bajel renqueante no queda nada que comer, solo cuatro
botellas de ron. Por la última refriega ha perdido varios hombres y ahora
lamenta su suerte. Ya no lo acompaña el contramaestre, ni su grumete favorito,
ni tampoco tres de los más aguerridos compinches. Para colmo de desdichas, no
se percibe un leve ramalazo de viento, un barco en lontananza o una maldita
isla a la que arribar.
Y el pirata tiene hambre. Se han
acabado las gallinas, los dos gansos y hasta los cinco gatos que recolectaron en el último puerto. Dos
dedos de aceite, media libra de harina y el agua -de los toneles rebosantes con
los que salió del último embarcadero- no ocupa ya ni una décima parte. Por no
tener, están a punto de quedarse sin pólvora. Encima, pesa sobre él una orden
de captura y sabe que ahora es más dura que nunca antes, desde que llegue a
cualquier puerto conocido estará en peligro.
Pero nada de eso le importa en
esta mañana rutilante, el hambre es lo que le obsesiona. Si pudiera cambiar el
baúl ahíto de monedas de oro y joyas preciosas por comida, de buen gusto lo
haría.
En esto que, como un maná salido
del mar, empiezan a caer peces voladores sobre cubierta, acero bruñido sobre el
maderamen gastado, rutilancia de escamas, plata y sangre sobre el andamiaje. Enloquecido
de hambre y gratitud, Oliverio arrastra con dificultad el cofre de riquezas hasta
la borda y en un gesto insólito, echa al agua el contenido, queriendo pagar el
don marino. Ninguno de sus secuaces lo detiene, débiles y famélicos como están.
Las monedas, los anillos, las
perlas, los rústicos lingotes, caen al mar con rumor de canción desconocida y
centelleo fulgurante. La sangre, el entrechocar de las espadas, el
cañoneo intimidante, las velas henchidas, la astucia, el coraje, el miedo, la
aventura, los arcabuces y los alfanjes, todo se olvida frente al cardumen de
peces que cubre la tablazón marcada por innumerables abordajes.
La generosidad de la naturaleza
tapiza la cubierta con un manto argénteo, hasta en las velas han
quedado prendidos los peces, que, agonizantes, caen con fosforescencia de incendio.
Oliverio Lafitte contempla la
cascada dorada, mientras al océano van cayendo escudos, doblones, ducados,
zafiros, aguamarinas, esmeraldas amazónicas, plata del Perú, luises franceses,
reales. Podrá ahora dedicar el cofre a conservar los pescados milagrosos, bien
secos y apretujados, como el más valioso de los tesoros.