El espíritu de la golosina mismamente, flaco como un cangallo, las piernas, dos calacimbres, y entullado de ropa hasta el totizo porque siempre andaba con frío. Mi madre decía que en cualquier momento saldría volando. Las manos, encachazadas del poco lavado y las corvas, una pura murra.
Para unos estaba ido, para otros que no, que era un zorrocloco. Muchas mañanas se echaba en un banco de la plaza, una veces al solajero y otras, debajo del flamboyán, sin importarle las cagadas de tórtolas, mirlos ni gorrioncillos. Jimiriquiaba un poco por si conseguía unas perrillas, y con la misma se alcanzaba al bar de Gregorio pa jincarse una cerveza.
A media tarde lo veíamos tumbado otra vez, hubiera calor, posma o viento, tanto le daba.
Texto y fotos, Virginia