martes, 3 de agosto de 2021

Görlitz, de película

 

Conocimos este enclave gracias a una amiga alemana que nos llevó en plan sorpresa. Y en verdad resultó un regalo pisar sus calles, bordeadas de edificaciones medievales, góticas, renacentistas, barrocas, neoclásicas. Hace frontera con Polonia, hasta el punto de que dando veinte pasos en el puente sobre el río Neisse, estamos en la ciudad polaca de Zgorzelec. Ambas constituyen un ejemplo de  hermanamiento, se consideran como una sola ciudad (salvando los naturales impedimentos de ser parte de dos naciones) y organizan actos y fiestas conjuntamente.

Görlitz es realmente magnífica, un enclave donde un hálito de épocas pretéritas se pasea por plazas, mansiones, torres e iglesias, sin un elemento que disturbe el ambiente. En los siglos XV y XVI, era un significativo cruce de caminos, confluían la Via Regia -que venía de Compostela- y el trayecto desde Alemania hacia el sur de Europa. Este hecho marcó la ciudad, haciéndola muy próspera, atiborrada de comerciantes y tejedores de lino que fabricaron espléndidas mansiones en el centro que ahora se contempla.


Resulta apasionante la conservación de la ciudad habiendo pasado casi sin daños las dos guerras mundiales, con lo que en la actualidad se cuentan unos 4.000 inmuebles perfectamente preservados. Tal es así, que ha sido usada como plató para películas como El Lector o Gran Hotel Budapest, pues su estado no precisa de ningún aditamento. Lo único que da cierta tristeza es que tiene pocos habitantes, muchos edificios están vacíos y se observa una falta de vida que ojalá no la lleve al abandono y pueda mantenerse tan en forma como la conocimos.


Celebré en Görlitz mi cumpleaños, en un restaurante reservado por nuestra amiga, al calor de una chimenea que propiciaba un ambiente familiar, muy distinto al del frío exterior de finales de diciembre, pocos grados sobre cero. Estábamos en un edificio del centro histórico, una de esos que por hermosura y antigüedad saldrán en alguna película, cerca de una plaza con arcos, y en lo alto, saetas doradas señalando las nubes grises de invierno. Acabada la visita, cogimos nuevamente el tren de vuelta, con tiempo suficiente para observar los detalles de la estación, una de las primeras de Alemania, construida en 1847, de vestíbulo primoroso y absoluta pulcritud.


Hicimos ya tarde el viaje y en las ventanillas veíamos reflejados retazos de la ciudad, sus fachadas exquisitas iluminaban la noche. Leones dorados, escudos de armas, columnas y torreones, fuentes medievales y calles adoquinadas persistían en acompañarnos. Y tanto se esforzaron que, a pesar del tiempo, siguen con nosotros.


Texto y fotos, Virginia