martes, 23 de marzo de 2021

Seima, La Gomera

 


Llegamos a Seima después de un largo sendero colgado sobre el barranco, con tramos empedrados y bajo un risco monumental. Cruzando al cabo de un rato una degollada en las cercanías de Tacalcuse, nos acogió un paisaje de infinitos bancales, plácida  compañía  hasta el caserío en medio de la nada.


Me senté entonces sobre un banco todavía entero, allí donde una vez, calderos, tazas y cucharas se secaron al sol. El diminuto patio orientado al ocaso conserva una calidez impensable, rodeado de paredes de piedra seca, soledosas de no soportar ya ningún tejado, con vigas arrumbadas, poyetes de cocinas rústicas, algún mueble desconchado, goznes vacíos de puertas desaparecidas. La vista se pierde entre huertas que siguen la orografía del terreno dejando las zonas rocosas para las casas, algún horno, corrales, una callecita tímida cubierta de lajas.




Emociona compartir levedades -la brisa, algunas nubes, unas briznas de hierba entre las piedras- con el espíritu que aún flota de las gentes que también descansaron al atardecer, después de haber observado cómo a duras penas crecía el grano del que seguramente no eran dueños. 


Las barricas con las duelas por el suelo dan cuenta de los cereales que atesoraron, sobre todo cebada, transportada camino arriba  hasta Jerduñe a lomos de las pocas bestias que poseían los vecinos. O tal vez hacia abajo, en dirección a la Villa de San Sebastián. Tiempos duros en un lugar hermoso, donde el mar o el bosque son algo remoto.



La vida en Seima no fue fácil, no, una treintena de viviendas tan elementales, que entristece pensar en las existencias que albergaron. Una isla dentro de otra isla, un lugar conmovedor. Y no solo por su belleza, sino por la extrema sencillez que nos muestra, un mundo perdido del que, sin duda, somos deudores.


Texto y fotos, Virginia

Gracias a la compañía de Lucy y Paco, siempre enriquecedora.