viernes, 4 de diciembre de 2020

Quiebros VII

 

Clara Bianchi, bailarina

Ya antes de nacer, su madre decía: “¡Esta criatura no para, todo el día brincando aquí dentro!”. Tal cual, de bebé movía su cuerpecillo con cualquier música que sonara alrededor, a los cuatro empezó en ballet, a los ocho, de tutú y lentejuelas, hizo de cisne. Con doce, dominaba las posiciones y movimientos básicos.

A los catorce se hartó del ballet y se metió en zumba; algo después quiso aprender tango y realmente lo hacía con temperamento y autenticidad. Así fue pasando por rumba, flamenco, bachata, vals, danza de salón. Con veintidós años se enamoró locamente de un bailarín francés con el que se fue de gira por Europa, participando en concursos, demostraciones, clases y todo tipo de actividades danzarinas.


Entre unas actuaciones y otras, aún tuvieron tiempo de tener tres niñas, a las que llamaron Lasya, Mikoto y Terpsícore, diosas de la danza en distintas culturas. El quinteto era imparable, bailaban y bailaban como si les dieran cuerda cada noche, las pequeñas daban pasos acertados desde su más tierna edad, mientras el padre les impartía clases de claqué o vals, y la madre, de sirtaki, polka o el complicado tango.

Clara Bianchi era dichosa en aquella familia, los problemas cotidianos se resolvían con facilidad y rapidez, para dedicar todo el tiempo posible a su ocupación preferida.

Crecieron las niñas, dejaron el baile, se fueron de casa. El marido abandonó la danza a raíz de una caída, se dedicó a la agricultura ecológica y se lió con una suiza, vegana por más señas. A Clara ninguna de tales cosas le afectó mucho. Había nacido para eso y en ello siguió. Pero no todo es tan claro nunca, ni tan definitivo. Bastó un día una sesión en un teatro que nunca había pisado, en una ciudad checa de nombre impronunciable, para que se enamorara perdidamente de la tramoyista, una mujer que manejaba cuerdas, botones, maderas, cortinajes y escenarios como nadie. Entre las bambalinas, bastó una mirada entre ambas para que el fulgor hiciera brillar el piso, las colgaduras y el foso de la orquesta.

Se besaron en el camerino, dos perfiles alumbrados por las luces de los espejos. Se abrazaron largamente en el descanso. Se amaron toda la noche en la suite del hotel.

Clara Bianchi dejó las actuaciones y se dedicó a dar clases de danza. Compaginaba la enseñanza con la de colaborar en los montajes de cualquier compañía artística que pasara por la ciudad, aunque nunca logró entender bien cómo pudo una sola mirada cambiar su vida, de bailarina voladora a grumete de teatro.


Texto y foto, Virginia