jueves, 2 de julio de 2020

Camino de Lomo Corto





Como un vigía, solitaria en lo alto de la morra, más cerca del volcán que del mar, la casa de Lomo Corto contempla desde su ventana descoyuntada los caseríos de Las Fuentes, Acojeja y El Jaral, la Montaña de Tejina, los barrancos de Honduras y El Pozo.




El camino que nos lleva hasta ella, y que ya una vez recorrí, va ribeteado en gran parte por lajas enormes, plantadas con firmeza por gentes que ya no existen. Gentes que las cargaron de algún lugar cercano como quien se echa al hombro un saco de fajina o una sereta con huevos. Suenan juveniles al golpearlas, sin cansancio por estar al sol, al viento y a la lluvia desde largo tiempo, tostadas unas, grises otras, enrajonadas con lajitas más chicas, acompañándose entre ellas, sin añoranza del que pasa y ni las mira, o de quien quizás las acaricia sabiendo de su valor.




Los teniques que marcan el sendero a Lomo Corto se enorgullecen de la casa lejana, con sus pisos de tea y sus paredes sorroballadas. De los corrales que tuvo, con cabras, ovejas y algún cochino. De la era que refulge bajo el cielo, entre un horno de tejas por encima y otro de pan o higos más abajo. Del dornajo sacado de un pino majestuoso, cortado y desbastado en días antiguos por  aquellas gentes que ya no existen.









Gentes que nos dejaron escalones labrados toscamente, tejas de tonos amorosos, patiecillos ventosos con vistas al horizonte y a islas embrumadas y misteriosas. Goros, muros de tosca, puertas recias, alpendes protectores.


Y caminos como el que nos conduce a Lomo Corto, un lugar de desolada hermosura, allá arriba, en una chapa remota.




 Texto y fotos, Virginia