lunes, 1 de mayo de 2017

VOCES XXII



Aquí vamos, timoniando, me dijo.

Lo contemplé cuando se iba, con la camisilla íntica a la del padre, unas lonas del diez (tenía los ñoños pequeños para su tamaño) y una sereta con bubangos, pantanas y ramitos de cerrillo. En el zurrón, medio almud bien calcado de rolón pa’ los conejos; al cinto, la podona por si le cuadraban unas vinagreras pa’ los baifos; el sombrero, adornado con la cinta negra de luto, ya pasmada de tanto lucerío. Y en el bolsillo trasero, un serrote por si ajeitaba cualquier rama que en la vereda le molestara.


El día se estaba embrumando, pero él, de natural bregador y un buen lebrancho, iba ahora algo atrabiliario, enguirrado y con poco abrigo. Según decían, después del padecer que le entró, ya no era el mismo. Enguruñado, con los ojos encuevados, al verlo no se podía pensar en el galletón bien cuadrado y algo jocicudo que enamoriscaba a las pibillas del pueblo.

Estaba jeringado, sí. Timoniaba el día a día sin mucha alegría, “¡malimpriado hombre, aujalá le hagan un rezado y le saquen el maldiojo, o a este hombre no lo cura ni el médico chino!” hubiera dicho mi abuela, con su sabiduría antigua.




 Texto y fotos, Virgi