jueves, 14 de marzo de 2024

Viajando con mi padre

 





 

Si mi padre hubiera ido conmigo a Dougga (Túnez), se habría admirado de los templos y el teatro, de la casa del dinero, el lupanar, las termas y las letrinas. Pero seguramente, donde más habría incidido su interés, sería en los registros que los laboriosos romanos dejaron en las calzadas cada tres o cuatro metros. Losas colocadas de tal forma que pudieran levantarse para inspeccionar los desagües, un detalle que posiblemente pase desapercibido, pero que revela el indudable sentido práctico que poseían estos “locos” romanos, según calificativo del entrañable Astérix.






Las calles que la atraviesan no siguen el trazado normal, con el decumanus y el cardo partiendo la urbe en cuatro zonas bien delimitadas. Dos razones importantes sostuvieron esta decisión: aprovechar lo que ya existía anteriormente, y el hecho de estar situada en una colina, desde la que se domina el amplísimo valle Oued Khaled, plantado de cereales.

Valorada como la mejor y más completa muestra del dominio romano en Túnez, Dougga fue declarada Patrimonio de la Humanidad en 1997. Cómo no aplaudir esta mención, con todo lo que atesora.

Del poblamiento precedente se mantiene el espectacular Mausoleo de Ateban, de la época de Massinissa, rey de Numidia (s. II a.C.), uno de los mejores ejemplos de la arquitectura númida.




Entre restos de otros templos (Saturno, Caelestis, Mercurio), y dominando con contundencia, el dedicado a Júpiter, Juno y Minerva, que luce altas columnas corintias, en las que nos apoyamos después de subir una escalinata. A un lado, en un plano inferior, el foro. Al otro, una original plaza, llamada de la Rosa de los Vientos, en la que se aprecian algunos de sus nombres, según la dirección desde la que soplaran: Septentrional, Africus, Leuconotus, Arceste, Circius.




En la zona del mercado, los cubículos para las tiendas. Y en las letrinas, doce puestos para sentarse y conversar tranquilamente, mientras se hacen las necesidades. Una ciudad para varios miles de habitantes con todo lo preciso, descollando el teatro, edificado según la orografía del terreno y en el que actualmente se celebran distintos actos, aunque tampoco haría mucha falta, el panorama desde los asientos sobre el susodicho valle ya es un espectáculo, aparte del granero inmenso que supuso, y al que, eficazmente, el organizado Imperio le sacó muchos réditos.




Mi padre podría haberse sentado en las gradas del teatro, pero creo que hubiera preferido conocer el diseño de las canalizaciones, los materiales y la ingeniería que nos siguen cautivando de aquellos locos que controlaron medio mundo hace dos milenios.






Y como él no pudo acompañarme, escribo esta crónica sabiendo que, esté donde esté, me lee y aprueba que lo recuerde, ante algo tan humilde que pisamos sin reparar en su importancia. Con certeza se enorgullece de que los registros que también dejó en los patios de nuestra casa se parezcan a los de las calles de Dougga.


¡Gloria a Roma y a mi padre!



Texto y fotos, Virginia