Una pieza más para el rompecabezas personal. Ese que toca a mi puerta cada vez que transito determinados lugares, resonándome como si perteneciera a paisajes áridos, arenosos, amarillos y ocres, con cuevas elementales, barranquillos secos y aulagas punteando el suelo.
Matorrales azotados por el viento, lagartos que asoman los ojillos entre las piedras, el sol reverberando con fuerza y unas hormigas atareadas esquivando mis pasos.
Algún gen bereber debo guardar cuando me conmuevo con los secarrales de Fuerteventura o las chapas de tosca en Tenerife. El mismo sentimiento me embarga ante poblados como el de Matmata, en Túnez, por el que pasé hace unos días y tantísimos más con los que llevaba soñándolo. Al sur del país, en un terreno poco apropiado para el ser humano, los bereberes construyeron sus moradas al soco del calor y el viento, excavando unos patios que dan acceso a grutas para distintos usos. Se garantizaba la sombra, la seguridad y una clara sensación de colectividad familiar.
Las viviendas de Matmata poseen una fascinación indiscutible, tengamos los genes que tengamos. En su diseño juegan a la par el conocimiento del medio y la sabiduría de gentes habituadas a zonas desérticas. Cuando me senté en el patio a tomar un té acompañado de pan con aceite y miel, me vi tal cual de allí, dispuesta a moler el grano, preparar el telar o salir en busca de las ovejas.
El blanco que festonea los huecos, el azul de algunos detalles y la coloración terrosa del muro circular, contribuyen al ambiente puro, sereno, cálido. Accediendo a lo alto, entre los quiebros del terreno se vislumbran huertas, palmeras, olivos, un rebaño pastando, una burrita que espera.
Si está claro que Canarias fue poblada por bereberes, no le daré más vueltas al rompecabezas. Un pedacito mío se quedó en el desierto y el resto me lo traje para no perder el parentesco.
Poco a poco las piezas van encajando.
Texto y fotos, Virginia