sábado, 24 de febrero de 2024

Iserse, una morra en lo alto


Según don Buenaventura Pérez (1930-1997), experto en toponimia guanche, el término Iserse corresponde a “morra usada para sus ritos, en Arafo” y también “zona en Adeje”.  En el caso que me ocupa, Iserse vale como morra, quizás también de ritos, así como emplazamiento privilegiado en los altos de Tijoco. 



Coge uno por el barrio adejero hacia arriba, un buen rato entre pinos y algún cedro de prestancia, dejando a un lado la “casita” de Fyffes, con su estilo inglés de habitaciones de madera y porche cubierto, y, según nos acercamos a la finca de Iserse, se descubren eucaliptos, almendreros, perales, durazneros, higueras… y allá, encima de una morra (como aprendimos del estudioso), una vivienda de considerable tamaño que mira al sur. De dos plantas, bien resistentes las paredes -hasta el punto de tener tres contrafuertes en uno de sus lados-, un horno y la imprescindible era de trazos paralelos en vez de radiales, corrales y goros, establos con dornajos, bloques esquineros de gran volumen, graneros, bodegas, huertas y un lavadero retirado de la casa, pero junto al canal que viene desde la cumbre.




Desconcierta no sólo por el lugar que ocupa, desde donde se divisa una gran parte de la costa, sino también por la amplitud de las estancias, las vigas de los techos, la escalera deteriorada por la que me imagino subiendo a ver el mar y la montaña, como si hubiera yo vivido ahí hace un siglo o dos, como si fuera también la que abría o cerraba las ventanas, barría los soportales o estrujaba alguna prenda sobre la piedra de lavar, a la sombra de un algarrobo de compacto porte, al que seguramente también trepé de pequeña, en mi afán de subir a todos los árboles posibles, tal cual una niña como Cósimo, el personaje de Italo Calvino. Una sección del patio estuvo alguna vez rodeada de botellas del revés (igual que en el jardín de mi infancia) y dentro, asalvajados, geranios de un rojo cresta de gallo. 



El ventanal, de goznes molidos, invita a mirar al horizonte, allá por donde podría entrar la niebla que, atravesando el mar, vuela desde el bosque de laurisilva de El Cedro. El tirante principal se ve algo quebrado por el peso de la azotea y las lluvias, pues ya nadie limpia los desagües. Las tuneras, las maravillas, las corregüelas, los hinojos de tallos secos más grandes que nosotros, las tejas rotas invaden los alrededores. El horno -abrigado al pie de uno de los pilares que sustentan la casa, cual antigua fortaleza-, con el hueco por donde entraría una masa tibia y blanca y saldría algún pan de centeno, incluso un bizcocho en tiempos de fiesta. Los dornajos dan cuenta de cabras, mulos, alguna vaca, seguramente un cochino negro y orondo. En la cocina, el humo antiguo tizna las paredes y vuelvo a verme traquinando para agradar a alguien que viene de Teresme o de Aponte. Se perciben en las huertas los árboles frutales y un camino que mantiene muros a los lados con trozos de empedrado.




Los pequeños soles de las mimosas chillan con voces amarillas entre pinos y eucaliptos, mientras baja el agua veloz por la atarjea.  Su rumor me lleva lejos, no a la bocamina donde ve la luz, tampoco a la orilla del océano, ni al horizonte remoto. No, me lleva a una esquina inexplorada, esa de dónde venimos, el que aún late en nuestra sangre, que me altera y me remueve. 

Iserse, encima de una morra, contempla el paisaje a sus pies y se deja mecer por el viento. Así yo, que me dejo mecer por lo que Iserse me regala.



 Texto y fotos, Virginia