El hombre andaba siempre como extraviado, con una cadena colgándole
del totizo, un sombrero negro mareado y una hondilla con falta de alañar donde,
con más frecuencia de la que era menester, la gente dejaba caer alguna que otra
perrilla, y en el mejor de los casos, hasta una peseta. Alegantín como él solo,
si le daba la venada, se encasquetaba el terno nuevo y se ponía a discursiar en
medio de la plaza, hiciera frío o calor, hubiera gente o no. Flaco como los
guirres y ágil como un folelé, se escarranchaba otras veces en esa misma plaza
durante horas, mientras se entretenía pintando en una libreta vieja con unos
creyones gastados y mugrientos. Daba algo de revoltura cuando pasaba días y
días sin bañarse, ¡menudo atrabanco!, decían unos, ¡malimpriadito muchacho!, decían
otros.
Lo cierto y seguro es que listo sí que era, como una tea; tanto,
que dicen que perdió la cabeza de tanto matraquillar con los estudios y se le
fue el baifo; o más bien, se eschavetó pa’ siempre. Reburujaba nombres,
apellidos, lugares y fechas con una facilidad pasmosa y aunque era un pidión
sin necesidad, la gente le daba algo, por no verlo amulado. Tenían sus padres
una casita cerca del mar y unas veces se empericosaba en la escalera de la
azotea y se mandaba desde allí sus monsergas y otras se sentaba a la fresca, en
un banco al soco del viento donde seguía con sus pinturas, pachorrento y
ensimismado, sin atinar a quien pasaba, así fuera un anciano, un quíquere
desorientado, el camellero con arena de la playa o un monifatillo consentido. Eso
sí, el tanganazo bien que se lo ajeitaba a media tarde sin decir ni mú. Ni
resuello cogía, el condenado.
Texto y fotos, Virgi