Estuve en las casas de Teresme, en las de Aponte y en el cobertizo de Abache. Pasé por Iserse, por Tafada -pura Anaga- y por Talavera con sus eras sombreadas. Me fascinaron los pedruscos del camino a Lomo Corto y el horno como una nave espacial mirando al mar en Pino Redondo.
En todo había olvido y desolación, piedras arrumbadas, tejados rotos. Allí donde en un tiempo hubo vida, gritos de niños, balidos de cabras, conversaciones acerca de lluvias, siegas, casorios y mucha escasez, solo queda una atmósfera aún tibia, donde flota el sonido de un fechillo, el escorrozo de los lagartos entre los matos, un tintineo lejano de esquilas, el leve goteo de un manantial cerca del barranco.
Estuve en Ifonche y Las Lajas, Los Malejos y Los Granelitos. Me entretuve en la ancestral Tagaragunche, en Seima y Contreras, Cuevas Blancas, Magro, Tacalcuse bajo el roquedal volcánico.
Todos esos lugares me vienen a la memoria, en un revoltillo ocre y terroso de cal y tea, paredes húmedas, techos abiertos al cielo.
Será por esos huecos por donde escapó la vida, esa que añoro cuando
visito lugares perdidos y que, sin embargo, me regalan una parte de lo que huyó tiempo ha, logrando aprehender algunos retazos. Hilos sutilmente urdidos que circulan por la sangre y bombean en mi corazón.
Por eso estuve, por eso volveré, por escuchar el eco de un eco de un eco silbando tenue entre mis pasos.
Texto y fotos, Virginia