lunes, 6 de mayo de 2019

Quiebros VII




Manolo Rodríguez, barrendero


Ahí está cada madrugada Manolo. Con el carrito, la palma que arrastra lo imposible, los guantes que usa en ocasiones especiales, el uniforme de empleado municipal –del que presume, bastante le costó conseguirlo-, el cubo de mango personalizado, la escoba para rincones pequeños. Cumplidor como el que más, empieza su trabajo mucho antes de la aurora y se hace un plan como cualquier ejecutivo de pro; aunque sus compañeros se rían de él y de su ejecución minuciosa, Manolo Rodríguez, barrendero de la zona donde nació hace más de cincuenta años, se siente orgulloso de ser el artífice de la pulcritud de la plaza y las calles de su infancia.



Le molesta el incivismo de los dueños que no limpian las cagadas de los perros, los niños que por las tardes dejan los envoltorios de chicles y caramelos, las colillas de los fumadores, los restos de helado, los botellines de agua teniendo a dos pasos un envase para reciclar plásticos, las cáscaras de manises y pipas de girasol. Manolo Rodríguez, tan honesto en su trabajo como gamberro en su juventud, no entiende ahora esta despreocupación de la gente, no pilla la desidia y el abandono de parterres, bancos y arbolado.
Decidido a hacer de la plaza un hogar solidario para niños, ancianas con andadores y parejitas melosas, trabaja con ahínco dispuesto a lo que sea con tal de cambiar la faz del lugar más colectivo del distrito. Es una labor considerable y él la tiene como la más importante de su vida. Sueña con asientos de colores, papeleras atractivas, farolas  de energía solar, jardincillos ecológicos.



Lo que empezó como una ocupación que lo sacara de rutinas, vicios y aburrimientos, se ha convertido en el objetivo de cada día. Al alba ya está Manolo barriendo, regando, puliendo, recogiendo. Se pasa en ello las mañanas y las tardes, muchos fines de semana (siempre que no juegue su equipo favorito) y ni siquiera le atraen los días que de vacaciones le corresponden.
Ha hecho del trabajo su vocación, su objetivo más completo, su ideal de vida, la ilusión de cada amanecer.
Manolo Rodríguez, soltero, sin hijos, sin ascendientes, dueño de un pequeño piso en los alrededores, lucha con ahínco por cambiar la imagen de su barrio. Y a ello se aplica de manera obsesiva, come poco, duerme menos, casi ni habla con la gente que lo saluda.

Una mañana no apareció, a la siguiente tampoco, ni en días posteriores. Cuando las emergencias acudieron a su casa temiendo lo peor, alcanzaron a ver a Manolo, el barrendero más atildado de la ciudad, dormido para siempre en su viejo sofá cama, rodeado de cajas con objetos inservibles, cartones viejos, latas y bolsas, ropas sucias. Una maraña de materiales rotos, malolientes, comidas ácidas, trozos de periódicos, zapatos sin pareja, plásticos de todo tipo, restos de pizzas y refrescos, acunaban al funcionario de la limpieza que más había embellecido el barrio.

  

Texto y fotos, Virginia