Se fue jurando no retornar, estaba harto de
los gritos y las peleas, de las discusiones y los portazos. En la lejanía de un
país sin nombre, encontró la ternura que no había conocido.
Hasta que un día, mezclada
la nostalgia con el deseo de verse en el reflejo de su infancia, volvió.
Allí seguía, destartalada, la casa y sus
recuerdos. La aldaba que tocaba el cartero anunciando las cartas del padre,
el espejo donde su madre se veía por las noches, antes de salir con las zapatillas desgastadas y los labios excesivamente rojos. Más allá, la
mecedora de la abuela, único ser tranquilo en medio del desastre. En un armario
desvencijado encontró las revistas de cine que hipnotizaban a su hermana mayor,
la que huía casi cada noche para encontrarse con el actor más guapo del
pueblo.
Y en medio del pasado, el perro de trapo que
lo consolaba y que jamás le ladró.
Cerró la puerta sabiendo que ya no regresaría.
El recorrido le supo amargo, solo recogió aquel peluche de la infancia, lo
único que no tenía cicatrices.
Texto y fotos, Virgi