Una nave rocosa se alza sobre los campos, a punto de despegar. Se liberará de la raíz donde está afianzada, y como un zepelín sin aire, sólo tierra, piedras y algunas florecillas silvestres, volará al infinito. Encima, la ermita de San Pantaleón aprobará este vuelo, después de ocho siglos años esperándolo. El santo no irá dentro, no, hace tiempo anda por los cielos.
Tal parece el farallón donde gentes antiguas levantaron la ermita en su honor. Adaptada perfectamente a la inclinación del suelo, domina un vasto panorama de campos, montes, riachuelos, pueblos apiñados con callejuelas empedradas.
Estando allí, nos resulta imposible imaginar la construcción de la ermita, a comienzos del s. XIII. Tan imposible como su permanencia sufriendo vientos, nevadas, lluvias, veranos inclementes.
Todo por un joven mártir, nacido en Turquía y perseguido por ser cristiano. Cuentan que en tiempos de Diocleciano sufrió seis martirios, sin que ninguno le hiciera renegar de su fe, ni siquiera llegaran a afectarle, ya fuera plomo derretido, ahogamiento, o colmillos de fieras, siendo finalmente decapitado.
La simbología de las figuras que adornan el templo, aparte de las usuales en el arte románico (ajedrezados, arpías, serpientes, ménsulas con animales monstruosos), se ve aquí aumentada por una decoración inusual y muy extraña, inexistente en ninguna otra iglesia de esta tipología. Unas caras enmarcadas en rectángulos y más abajo, unas piernas que asoman igualmente. No logran los estudiosos comprender el significado, sugiriendo diferentes teorías al respecto.
La ermita sobrecoge por su situación cuasi celestial, a punto de zarpar, bien enfilada la proa montañosa, encastrada una en la otra, compañeras fieles en guerras, epidemias, romerías, celebraciones, cánticos y rezos.
Despegará algún día, y en ese vuelo se irán los misterios que no hemos logrado desentrañar, ocultos significados que se llevaron quienes grabaron en los arcos y columnas unos cuerpos incompletos, encerrados para siempre en la piedra.
Tan lejanos en el tiempo y tan cerca de nosotros, cuantas veces incapacitados para entendernos y relacionarnos, dentro de nuestra apariencia satisfecha.
Es muy posible que esos rostros se nos parezcan más de lo que creemos y que la ermita de San Pantaleón esté allí aguardando nos reflejemos en ella y en sus símbolos, antes de partir definitivamente en su barco de roca.
Texto y fotos, Virginia
(Cuarta foto, de la red)