miércoles, 19 de abril de 2023

Monsanto, Portugal


Un bloque de granito como un asteroide aparcado en el tejado. Redondos roques lunares de esquina en esquina. Moles grisáceas marcando caminos, recovecos, escondrijos. Grutas, cuevas y senderos bajo el poderío esférico. 



Las bolas inmensas que adornan el pueblo de Monsanto proceden de lo alto de la montaña, desde la que, en una lejana vez, rodaron hasta aposentarse aquí y allá, en equilibrios imposibles pero reales. Arriba, donde ya no hay esferas contundentes, se mantienen los restos de un castillo templario, dominando el panorama de casas, teniques, huertas y colinas en el horizonte.




A sus pies, el pueblo se enrolla y desenrolla en meandros de pedruscos acompañando casas, o de casas amigadas con pedruscos, lo mismo da, un pacto a todas luces pacífico, sabiendo que el lugar viene de muy antiguo.



Fue sitio sagrado mucho antes de ser habitado, luego posesión de  romanos, visigodos y árabes. A éstos les arrebató la plaza el monarca Alfonso Enriques, cediéndosela a la Orden Templaria en 1165, de ahí el fuerte en la cúspide. Casi tres siglos después, Don Manuel I le daría el título de Villa. En 1938 se la nombra como la "Aldea más portuguesa de Portugal". 
El granito está a los lados, encima de nuestras cabezas y bajo cada paso que damos. Pero también hay gatos, flores, cruces, balconcitos  coquetos, algunos escudos nobiliarios, enredaderas luminosas, miradores, bancos donde reposar y contemplar el prodigio de enlazar piedras con humanos. 



El milagroso equilibrio debió propiciar su nombre, Monsanto, y ahí se mantiene, sin que rueden las rocas majestuosas ni las gentes se atemoricen de vivir a su sombra.


Texto y fotos, Virginia