Allá va el hombre, pies livianos, sombrero de paja y un palo recogido al desgaire de entre los matos. Nos lleva por el antiguo camino, bordeado de un recio murete al que se asoman almendreros y tabaibas. Un manantial esconde su tesoro entre el roquedal, vigilado desde lo alto por una palmera, grácil como sus numerosas hermanas. En esta isla donde hay miles, por muchas que sean, pocas nos parecen, tanto alegran la vista y el paisaje.
El camino sigue, cruza un barranco pulido por las últimas lluvias y asciende sin prisa, mientras deja atrás viejos bancales de paredes consistentes.
La luz del ocaso les confiere una pátina dorada y una placidez que sólo rompen los pasos que marca el hombre de pies ligeros.
Alcanzamos el caserío y vuelvo a asombrarme con las viviendas espartanas de techos bajos, encalados algunos lienzos y otros de piedra seca. Los restos de una cama, un poyete donde entibiarse al sol de la tarde, un espléndido horno de cantos labrados.
Nuestro hombre nos enseña con orgullo la pimentera, el patiecillo, los pedruscos esquineros, los goros para cabras. Cómo no reverenciar a estas gentes de antaño, viviendo en lo alto de una loma, lejos de todo y con casi nada. O quizás sí lo tenían y nosotros no sabemos verlo.
Volveremos con el hombre de los pies ligeros, práctico y bien versado en estos asuntos, por si las piedras, las tejas esparcidas por el suelo, los ventanucos estrechos, las puertas sin goznes, nos dicen algo. Algo que nos traslade a ese tiempo que ahora cuesta entender, aunque seamos hijos suyos y carguemos en la sangre el color de la tosca, la sombra de la pimentera, el aroma que emana del horno, el calorcito del atardecer en una loma perdida.
Allá lejos, en Aradá.
Texto y fotos, Virginia
Gracias a Mariquilla y Manolo por llevarnos con tanto entusiasmo.