jueves, 2 de enero de 2020

Hermosura y desidia





Las sombras de aulagas, algún cardón, tabaibas, pequeñas magarzas, balos, cerrillos y jaras blancas, lamían el sendero. El sol, con sus fauces de fuego, se alzaba sobre el mar, y la mañana despejada crecía sin tardanza. El camino era un goce y una pena. Un goce por pasearlo primoroso, de urdimbre certera, piedra a piedra encajada desde siglos. La pena aparecía presta, al ver tramos de paredes caídas, trozos despojados de las piezas que fueron colocadas con gusto y saber antiguo.















El sendero va desde Villa de Arico a El Río y no alcanza los seis kilómetros, con bajadas, llaneos, repechos y cruces de barranquillos y barrancos como el de Guasiegre, luminoso cauce de plata pulido por aguas milenarias, con nombre evocador  de reminiscencias guanches. 
















Cruza huertas ahora baldías, con alguna higuera desangelada, muretes llamativos de tosca o piedra chasnera y atarjeas despeluzadas, a ratos de trechos enteros, bien empatadas las toscas labradas, y otros, de pedazos rotos y desperdigados. Campos labrados con trabajo poco gratificado, escasa agua y demasiado sol. Una labor ya olvidada, como olvidado el trabajo ímprobo de los caminos reales o de herradura que cruzan esos eriales donde antaño hubo cochinilla, papas, tomates o tabaco.


Si podría ser más comprensible el abandono del campo, no lo es el de los viejos senderos que bordan de piedra el sur de la isla, ese encaje minucioso que muere por ignorancia, desidia, abandono. Un patrimonio considerable por su extensión y hermosura, que languidece sin que las instituciones reparen en su valor, mientras las piedras colocadas hace siglos van rodando lentamente, alejadas para siempre de las manos que las colocaron con paciencia y sabiduría amorosa.




Texto y fotos, Virginia