miércoles, 30 de mayo de 2018

Quiebros V




Marta Argensola, violonchelista

De su casa al Conservatorio, de aquí a su casa y poco más. Alguna mañana de domingo, de esas de otoño entreverado de gris y luz, si acaso un pequeño paseo por la alameda de la ciudad, con el perro ya anciano y de lentos andares. Un par de veces en semana al supermercado y muy de rato en rato, almuerzo con varias primas, pues familiares más cercanos no tenía.
Era Marta Argensola de familia acaudalada venida a menos, pero como el cambio había sido paulatino, tuvo tiempo de sobra para estudiar Música, tener su casa y conservar algunos ahorros. Nunca se le conoció varón, así como muy pocas amistades. Era de fiero carácter en su labor como profesora, intransigente con los más pequeños fallos y bastante odiada por los alumnos, a pesar de lo cual nunca sobraban plazas en su asignatura de violonchelo, pues conservaba aún la fama que le diera su participación durante los años de juventud en la orquesta de cámara de la ciudad. Justa fama, por otro lado, pues de ella decían que si la familia se lo hubiera permitido, habría llegado lejos. Y es que era ese uno de sus huecos irrellenables, una mancha de rencor que le carcomía y le amargaba la existencia, el no haber roto lazos para hacer lo que le gustaba, dedicarse a la Música lejos de allí, donde pudiera crecer profesionalmente.

Así tenemos a Marta, frustrada en la larga mitad de su vida, sin algarabías ni sorpresas, sólo rutinas y hábitos al borde del aburrimiento, por mucho que le gustara tocar el violonchelo. Porque gustarle, le gustaba. O eso parecía desde siempre, con ejercicios diarios durante horas, o la asistencia a los conciertos que se organizaban en la ciudad en el festival de verano. Allí, en el parque central de la ciudad, al estilo neoyorquino, se acomodaba Marta con una sillita plegable a escuchar suites, oberturas, preludios, tocatas y caprichos.


Pero la verdad es que no se le veía un semblante feliz, no, más bien impasible y algo amargado; transmitía un no disfrute, una especie de asistencia obligatoria, con chales y bolsos haciendo juego, siempre sola y poco amigable con la gente que se echaba en el césped o comía cualquier chuchería haciendo honor a la tradición veraniega y musical, pues  de los cestillos sacaban canapés variados y trozos de tortilla, espumosas botellas, cervezas variadas y servilletas que no siempre acababan en las papeleras.



En una de esas ocasiones, con el sol filtrándose entre los plátanos y a punto de empezar la orquesta, acertó a sentarse cerca una pareja joven que no paraba de hacerse carantoñas, mimos y caricias. Marta, de natural rígida y poco complaciente, sin muchas habilidades sociales, le dio un flash de inmediato. Algo profundo e ignorado hasta entonces brotó desde lejos, desde aquella juventud empeñada en los fundamentos familiares, el orden social y todas las ideologías con las que la habían martirizado décadas atrás. De pronto se vio joven y gozosa, así que sonrió ampliamente a la pareja, condescendiente, abierta, olvidada de normas y convenciones atrasadas.
Sonaba la música sobre las hojas y la hierba; se torcía el sonido tras los troncos de los plátanos,  de los álamos, de los chopos alrededor del estanque; las notas vibraban pulcras en el aire del parque, aureolando de brillo las cabezas del público. Marta Argensola ya no oía nada, decidida, volvía a casa.

Al llegar, con parsimonia, abrió el estuche del violonchelo y se sentó enfrente a contemplarlo, en uno de aquellos sofás –aún cómodos- de principios de siglo, herencia de los abuelos.  Después de un rato, indolente pero con fuerza, lentamente tiró de las cuerdas y las clavijas, metió el arco entre las sensuales efes, asió con ímpetu el talón, rasgó divertida la madera brillante que tantas veces había pulido, quebró la pica y el puente. Cuando ya no quedaba nada que recordara a un instrumento, se largó de nuevo al parque.
Echada en el prado, descalza y risueña, mira al cielo. La música le entra de una forma nueva, como igual de nuevas son las nubes, la hormiga que curiosea por su mano, los árboles, los atrevidos pajarillos, el aire, y hasta la gente.


 Texto y fotos, Virgi