martes, 3 de octubre de 2023

Tiempo de papel



 

El almanaque que colgaba en las cocinas de antes era un elemento casi tan imprescindible como los calderos o las sartenes. Su función era variada, no sólo para saber la fecha, también apuntar el cambio de la bombona o una cita médica, pagar la contribución y llevar las cuentas de la panadera. 

Con imágenes bucólicas de lagos suizos o fiordos noruegos, colinas irlandesas y castillos medievales, los almanaques fueron un antecedente cotidiano y elemental de las agendas actuales. Podían presumir de presentar una imagen por mes -los más elaborados- o una sola foto para todo el año. 

 

Sea como fuere, arrancar las hojas por la línea troquelada era un anhelo fijo cada vez que se aproximaban los días 30 o 31.

Mamá, ¿puedo quitar ya abril? Sí, pero no lo tires que tengo varias cosas apuntadas.

Bosques nevados de lugares lejanos y sorprendentes se nos mostraban por primera vez. Igual, ríos y cascadas, acantilados de vértigo, caseríos de montañas con vacas pastando a su aire. Todas esas imágenes nos parecían tan lejanas, que ni siquiera llegábamos a pensar en que algún día podríamos conocer lugares parecidos.

Esas agendas rudimentarias se superponían unas encima de otras, hasta el punto de acumular varias, la de 1967 sobre la de 1966 y ésta, sobre la de 1965. Todo por recordar una fecha, algo pendiente, un asunto importante. 






 

Bien podría el Lago Bled figurar en uno de esos calendarios que ya raramente se ven. Una imagen bucólica, de aguas cristalinas, fortaleza integrada en el risco y una isla en el centro: iglesia de retablo barroco, torre con reloj y toque de campana asequible a cualquier visitante. Por cierto, la única isla que posee Eslovenia y a la que accedí después de un tranquilo paseo en barca con toldo y remos, acompañada de japoneses, americanos, alemanes y brasileños.



Me encontré así inmersa en uno de los almanaques de entonces, y no quise irme hasta comprobar que era algo real, y que yo estaba allí, transportada desde una foto, por obra y gracia del tiempo que pasa y de los intereses que acumulamos a lo largo y ancho de nuestra existencia. Estaba allí, sí. Y no era de papel ni cartón. Era yo subiendo la escalinata, entrando en la iglesia, viendo los péndulos del reloj, sumergiendo mi mano en el agua tibia y transparente.


 

Los almanaques ya no existen, pero el Lago Bled saltó de alguno para encontrarse conmigo.



 


Texto y fotos, Virginia