El Palacio de Udaipur, al borde de un lago y todo él como de cuento, es de una riqueza fabulosa. Innumerables salas con espejos, alfombras, decoraciones exuberantes, pinturas, balaustres, ventanas de troqueles primorosos, columnas doradas, miniaturas, techos barrocos, diosas, elefantes y pavos reales por aquí y por allá, jardines, fuentes y balcones desde donde los gobernantes lanzaban monedas a la gente que esperaba por tal acto magnánimo.
Iniciado en 1559 por el Maharana Udai Singh II, fue ampliado por sus sucesores a lo largo de 300 años, resultando un complejo inmenso de estructuras a cuál más deslumbrante, unos once palacetes todos de granito y mármol.
Como contraste, en varios de los patios se observa un rústico sistema para apagar el fuego, seguramente de tiempos pretéritos o quizás la certeza de sentirse ajenos a las catástrofes. Lo cierto es que los cacharros vacíos ostentan una atrayente dignidad, letras blancas sobre fondo rojo, equilibrados y simétricos, orgullosos frente al lujo y la ostentación.
Texto y fotos, Virginia