martes, 25 de junio de 2019

Frómista, alto inexcusable en el Camino







Doña Mayor de Castilla, esposa de Sancho III, rey de Navarra, tuvo la iniciativa de construir la Iglesia de San Martín de Frómista y para ello, dispuso en su testamento (año 1066) que la titularidad de sus bienes pasara a esta iglesia -según algunos historiadores ya comenzada a edificarse antes de  su fallecimiento-, así como al monasterio benedictino anexo, hoy perdido. 
Su testamento refiere algunas peculiaridades de la época respecto a dichos bienes, tales son: declarar a la iglesia como titular de “medio prado y una serna en Villota”, “cesión de los caballos a quienes se los tenía en préstamo”, o “reparto de sus vacas, ovejas y yeguas” a varios centros eclesiásticos, como San Martín de Tours (de tal forma se llamaba entonces) y otros de la comarca.



Terminada con diligencia -visto el mandato y los capitales existentes-, la iglesia nos ofrece, rondando ya los mil años, un trabajo modélico, un arquetipo clásico del románico más puro, que va a influir en el desarrollo de este estilo en toda Castilla. Cuando se entra en la plaza y se ve la edificación en medio, no podemos por menos que entusiasmarnos. No hay premura por entrar, hay que rodearla con calma, cosa sencilla no ya por su tamaño, sino por la quietud singular que desprende, un equilibrio transmitido por quienes construyeron una obra con precisa sabiduría.









Si nos detenemos, podemos observar que debajo del alero va un cordón ajedrezado que se apoya en varios capiteles y decenas de canecillos, tanto unos como otros de heterogénea temática: leones, monos, personajes agachados, jinetes, motivos geométricos, hojas, incluyendo alguna que otra escena erótica.
El interior, siendo sobrio, es excepcional. Tres naves con bóvedas de cañón y sus respectivos ábsides que, viéndolos por fuera, nos tienta acariciar sus piedras casi milenarias, en tanto los vencejos vuelan sobre la iglesia, vivaces como son ellos, y con certeza felices, sintiendo nuestra admiración. Los capiteles interiores, unos cincuenta de altísima calidad decorativa, narran distintos asuntos, tanto de la vida cotidiana, como de escenas religiosas. Dentro, la luz es perfecta, no escasa como acontece en la mayoría de iglesias románicas, permitiendo apreciar perfectamente las características de la construcción, que, aunque fue exageradamente restaurada a finales de 1800, conserva la impronta que la hace tan singular dentro del llamado “románico pleno”.




Dejando de lado su perfil arquitectónico, San Martín de Frómista, exhala un misticismo que atrapa, un sosiego del que impregnarnos entretanto vamos sorteando las columnas ocres. Luego nos enteramos que Frómista fue en un tiempo ejemplo de armonía entre judíos, árabes y cristianos, será eso uno de los motivos para que aún se respire un hálito de placidez ajeno a la vida actual, una paz consistente y a la vez sutil. Consistente como las sólidas torretas que flanquean la entrada principal; sutil como el fulgor que entra por los escasos ventanales, conocedor de que es el exacto para disfrutar de un lugar soberbio.







Texto y fotos, Virginia